SARAMAGO, José:
Ensayo sobre la ceguera,
Santillana Ediciones Generales, S.A. de C.V.,
2001, 420 pp.
“Quien va a morir está ya muerto
y no lo sabe. Que hemos de morir es algo que sabemos
desde que nacemos. Por eso,
en cierto modo, es como si ya hubiéramos nacido muertos”
(p. 260).
“…es como todo en la vida,
dar tiempo al tiempo,
que todo lo arregla”
(p. 309).
“El único milagro a nuestro alcance
es seguir viviendo”
(p. 381).
En una ciudad sin nombre, en un país sin nombre, aunque se adivina que el espacio es el mundo entero, de manera inexplicable los hombres y las mujeres empiezan a perder la vista. Paulatina e irremisiblemente la ceguera blanca se extiende de la misma manera en que se propaga una epidemia, como “por contagio”, no obstante que esto sea imposible o, al menos, improbable. Hombres y mujeres, adultos y niños, por igual, van perdiendo la facultad de ver; sin embargo, no es una ceguera de tinieblas, sino de luz. Los ojos mueren, pero conservan “el recuerdo” de la luz, como si los ciegos hubieran caído en un mar de leche, para verlo todo blanco, es decir, incoloro. Poco a poco se fue poblando de ciegos y contagiados aquel edificio lúgubre destinado a contener el mal de la ceguera blanca. Ahí los ciegos, los contagiados y los guardias experimentaron la fragilidad de la naturaleza humana y la infinita capacidad para denigrarse unos a otros, por las palabras y por las acciones. Ahí se conformaron mecanismos de poder y sometimiento, de abuso de la fuerza y de falta de solidaridad con la desgracia ajena (en este caso, no tan ajena). Ahí se confirmó que, en la tierra de los ciegos, el tuerto es el rey, sobre todo si tiene a su disposición una pandilla de abusivos insensibles ante el dolor de sus congéneres. Ahí los hombres revelaron lo que son capaces de hacer para obtener más alimento que los demás, sin importar los medios y los recursos para el pillaje. Ahí también se manifestó la situación “desventajosa” de la mujer frente al hombre: la mujer cosificada, violada, vejada por el varón y para satisfacción de éste. El mundo completo reducido a los límites de un nosocomio (que curiosamente había sido un manicomio). Los ciegos contra los ciegos: el hombre es el depredador del hombre. Unos pocos alimentándose hasta la saciedad a costa de muchos. La riqueza del mundo en unas cuantas manos, ignorando que, en sentido estricto, nada nos pertenece, porque todo es de todos. Las arcas de los malvados llenas a reventar, mientras los desheredados se ven obligados a buscar la migajas entre la inmundicia. Los ciegos están siempre en guerra, siempre lo han estado.
Por fortuna, si es que en tal circunstancia puede haberla, ocurrió el incendio liberador, ése que les permitió romper los estrechos límites del encierro en el que estaban, pero que los arrojó a la calle con la responsabilidad, humana responsabilidad, de proveerse los medios de subsistencia en el mundo caótico de los ciegos. El manicomio funcionaba como un laberinto “racional”: ahora tendrían que vivir el nuevo laberinto demente de una ciudad de ciegos, es decir, de una sociedad de inhumanos.
Nunca nadie había oído hablar de alguien que se quedase ciego de repente para caer en una blancura insondable que lo cubría todo; todo disuelto en una especie de dimensión desconocida sin direcciones ni puntos de referencia: sin norte, sin brújula, sin alto ni bajo, sin noche ni día, sin cosas y personas que nos rodean y podemos ver para saber que seguimos en el mundo. Una ceguera que, tal vez, lo único que hace es cubrir la apariencia de las cosas, es decir, velar las cosas como nosotros las percibimos, que es nuestra manera de conocer y de ubicarnos en el entorno. Tal vez, sólo tal vez, esta ceguera es un sueño del que pronto se despertará, para darse cuenta de que también la vida –toda la vida– es un sueño. ¿No será tan sólo la ceguera conocida como agnosis, como ceguera psíquica, que nos hace incapaces de reconocer lo que vemos? Quizá el cerebro se ha vuelto impotente para reconocer el mundo circundante, porque ese mundo cada vez se parece menos al mundo que hemos idealizado y soñado.
También puede ser que la ceguera no sea sino la indiferencia con que nos situamos en nuestro mundo; esa indiferencia que nos hace comportarnos como si nuestro mundo humano no nos importase; ese desinterés por la vida de quienes nos rodean: el miedo ancestral de darnos a conocer unos a otros, tal como somos. Acaso esta ceguera nos sirva para algo: darnos cuenta de que estamos aislados por nuestro propio egoísmo; darnos cuenta de que, puesto que nos hemos alejado del mundo, pronto no sabremos bien a bien quiénes somos, a menos de que la ceguera nos permita atravesar la piel visible de las cosas para intuir lo que realmente son, ahora sí interesándonos por todo lo que ocurre a nuestro alrededor, ahora sí capaces de ver a los ojos de los demás, como si estuviéramos viéndoles el alma.
El único aliciente para muchos hombres, para muchos ciegos, es que conservan la capacidad de llorar para redimirse, para darse cuenta de que siguen siendo humanos, para empeñarse en no perderse el respeto a sí mismos, para hacer de las lágrimas un lenguaje universal que no necesite de las palabras. Saber que tenemos palabras de más porque tenemos sentimientos de menos: que las palabras no ahoguen los sentimientos. Que los sentimientos no necesiten de las palabras. O, en todo caso, que las palabras nos sirvan para expresar lo que sentimos, y no sólo lo que sabemos.
Si no nos permiten vivir completamente como personas, debemos luchar para no vivir completamente como bestias. Si quieres ser ciego, lo serás; si quieres ser inhumano, lo serás: ciego por el miedo a proyectar una vida plena, ciego por la indiferencia ante el sufrimiento del mundo; ciego para el amor y para la generosidad, es decir, ciego por egoísmo (que también es una forma del amor, y todos sabemos que el amor es ciego). La ceguera, la verdadera, es vivir en un mundo donde se ha acabado la esperanza, la esperanza de ver realmente, la esperanza de no ser insolidarios e insensibles ante el dolor del prójimo. ¿Qué es el hombre sin esperanza? Un sinsentido. Sin futuro el presente no sirve para nada.
Sin duda toda la obra quiere “abrirnos los ojos” ante la realidad de un mundo deshumanizado. La única persona que conservó la vista, la mujer del médico oftalmólogo, en muchas ocasiones expresó su deseo de perderla, porque la visión del mundo de los ciegos era más fuerte que su capacidad de comprensión (y de compasión). ¿Era esa mujer la única consciente del peligroso camino que había tomado la humanidad ciega? Creo que así es: sólo algunos “visionarios” pueden darse cuenta del desprecio con que hoy tratamos la dignidad humana. En realidad, los personajes del relato no se quedaron ciegos: ellos son los correlatos del hombre moderno, que no se ha quedado ciego, sino que “es” ciego. Peor es no ser ciego y no ver. No vemos la injusticia que se enseñorea en nuestro entorno. No vemos el hambre de la muchedumbre que apenas sobrevive en la más completa indigencia. No queremos ver, porque nos duele darnos cuenta de que todos somos victimarios de de todos, aunque en muchos casos también seamos víctimas de los abusos de otros. No queremos ver porque sabemos que lo poco que nos sobra, a unos mucho, lo hemos hurtado del haber de los demás, los desposeídos. No queremos ver porque sabemos que en el mundo no hay pobres por necesidad, sino empobrecidos por el afán de lucro y poder de unos cuantos que se reparten el mundo sin el menor escrúpulo. No queremos ver el nivel al que hemos devaluado la vida, el amor, la solidaridad.
Cierto que en el relato los ciegos repentinos recuperan también “inexplicablemente” la vista. Y hasta parece que con cierto desencanto, al constatar que nunca la han perdido realmente, sino que desde siempre han sido ciegos. La realidad impone la fuerza de su ser: está ahí, como siempre, con toda su riqueza y con todas sus posibilidades, sólo dependiente de lo que el hombre decida hacer de ella. Y aquí es donde surge la duda: ¿qué debe hacer el hombre para que la realidad responda más a las enormes potencialidades que encierra y ofrece.
Cuando los ojos ya no nos sirven para coordinarnos en nuestro ambiente, cuando las cosas en apariencia triviales nos revelan su verdadero valor (un vaso con agua, la voz de una persona, el gesto desinteresado del ser amado, el respeto por el anciano mermado en sus capacidades), entonces parece que estamos otra vez ante el nacimiento del hombre ideal, el que todos queremos ser, pero no podemos. Son demasiadas las redes que hemos tejido en torno a nuestra vida. Son demasiados los seguros que hemos querido comprar para afianzar una existencia que nos parece, en principio, frágil y desvalida. Y lo es.
Si intentamos obtener una “moraleja” del relato, me parece que el símbolo de la mujer que siempre conservó la vista nos da la medida de lo que debemos ser (y hacer): hombres y mujeres atentos a los que ocurre en nuestro entorno, que no cierran los ojos ante los espectáculos de barbarie que nos empeñamos en montar: guerra, explotación, discriminación. Lo que salva al grupo fue la disposición de la mujer para “ver por los suyos”.
Estar ciegos significa, ni más ni menos, ser incapaces “de ver por los demás”, en el sentido que nosotros le damos a la expresión: ver por los demás es romper el cascarón de nuestro egoísmo, ése que nos impide socorrer al que nos necesita, aconsejar al que nos lo solicita, escuchar al que nos dirige su palabra. Darnos cuenta de que en medio de las vicisitudes de la vida siempre hay alguien que la tiene peor que nosotros, que algo “nuestro” puede servir al otro, que nosotros podemos ser, en un momento, los ojos del otro.
Llama la atención que en el transcurso del relato nunca se rompieron los vínculos humanos convencionales que unían a los personajes: el médico y su esposa, el primer ciego y su esposa, el niño y la joven de las gafas negras. ¿Serán estos vínculos, aunque nacidos de convenciones sociales, los que, en definitiva, permitan que salvemos lo propiamente humano? Y no es que no haya habido ocasiones para que esos lazos sutiles se rompieran (recordemos que el médico tuvo un encuentro íntimo con la joven de las gafas). Lo cierto es que, contra toda esperanza, los lazos se hicieron más fuertes, porque resistieron la prueba de la lealtad interna, la lealtad decidida y querida por uno, no aquélla que nos es impuesta por el miedo o la presión social.
Abramos los ojos, sacudámonos esa “ceguera luminosa” que no nos deja ver las obscuridades del mundo. Las tinieblas también forman parte de la condición humana, pero nuestra tarea no es acentuarlas, sino vencerlas con la luz de la verdad, la justicia, la solidaridad, el amor universal pero encarnado, concretizado en nuestra familia, universidad, ciudad.
No hay ciegos, sino cegueras.
Ensayo sobre la ceguera,
Santillana Ediciones Generales, S.A. de C.V.,
2001, 420 pp.
“Quien va a morir está ya muerto
y no lo sabe. Que hemos de morir es algo que sabemos
desde que nacemos. Por eso,
en cierto modo, es como si ya hubiéramos nacido muertos”
(p. 260).
“…es como todo en la vida,
dar tiempo al tiempo,
que todo lo arregla”
(p. 309).
“El único milagro a nuestro alcance
es seguir viviendo”
(p. 381).
En una ciudad sin nombre, en un país sin nombre, aunque se adivina que el espacio es el mundo entero, de manera inexplicable los hombres y las mujeres empiezan a perder la vista. Paulatina e irremisiblemente la ceguera blanca se extiende de la misma manera en que se propaga una epidemia, como “por contagio”, no obstante que esto sea imposible o, al menos, improbable. Hombres y mujeres, adultos y niños, por igual, van perdiendo la facultad de ver; sin embargo, no es una ceguera de tinieblas, sino de luz. Los ojos mueren, pero conservan “el recuerdo” de la luz, como si los ciegos hubieran caído en un mar de leche, para verlo todo blanco, es decir, incoloro. Poco a poco se fue poblando de ciegos y contagiados aquel edificio lúgubre destinado a contener el mal de la ceguera blanca. Ahí los ciegos, los contagiados y los guardias experimentaron la fragilidad de la naturaleza humana y la infinita capacidad para denigrarse unos a otros, por las palabras y por las acciones. Ahí se conformaron mecanismos de poder y sometimiento, de abuso de la fuerza y de falta de solidaridad con la desgracia ajena (en este caso, no tan ajena). Ahí se confirmó que, en la tierra de los ciegos, el tuerto es el rey, sobre todo si tiene a su disposición una pandilla de abusivos insensibles ante el dolor de sus congéneres. Ahí los hombres revelaron lo que son capaces de hacer para obtener más alimento que los demás, sin importar los medios y los recursos para el pillaje. Ahí también se manifestó la situación “desventajosa” de la mujer frente al hombre: la mujer cosificada, violada, vejada por el varón y para satisfacción de éste. El mundo completo reducido a los límites de un nosocomio (que curiosamente había sido un manicomio). Los ciegos contra los ciegos: el hombre es el depredador del hombre. Unos pocos alimentándose hasta la saciedad a costa de muchos. La riqueza del mundo en unas cuantas manos, ignorando que, en sentido estricto, nada nos pertenece, porque todo es de todos. Las arcas de los malvados llenas a reventar, mientras los desheredados se ven obligados a buscar la migajas entre la inmundicia. Los ciegos están siempre en guerra, siempre lo han estado.
Por fortuna, si es que en tal circunstancia puede haberla, ocurrió el incendio liberador, ése que les permitió romper los estrechos límites del encierro en el que estaban, pero que los arrojó a la calle con la responsabilidad, humana responsabilidad, de proveerse los medios de subsistencia en el mundo caótico de los ciegos. El manicomio funcionaba como un laberinto “racional”: ahora tendrían que vivir el nuevo laberinto demente de una ciudad de ciegos, es decir, de una sociedad de inhumanos.
Nunca nadie había oído hablar de alguien que se quedase ciego de repente para caer en una blancura insondable que lo cubría todo; todo disuelto en una especie de dimensión desconocida sin direcciones ni puntos de referencia: sin norte, sin brújula, sin alto ni bajo, sin noche ni día, sin cosas y personas que nos rodean y podemos ver para saber que seguimos en el mundo. Una ceguera que, tal vez, lo único que hace es cubrir la apariencia de las cosas, es decir, velar las cosas como nosotros las percibimos, que es nuestra manera de conocer y de ubicarnos en el entorno. Tal vez, sólo tal vez, esta ceguera es un sueño del que pronto se despertará, para darse cuenta de que también la vida –toda la vida– es un sueño. ¿No será tan sólo la ceguera conocida como agnosis, como ceguera psíquica, que nos hace incapaces de reconocer lo que vemos? Quizá el cerebro se ha vuelto impotente para reconocer el mundo circundante, porque ese mundo cada vez se parece menos al mundo que hemos idealizado y soñado.
También puede ser que la ceguera no sea sino la indiferencia con que nos situamos en nuestro mundo; esa indiferencia que nos hace comportarnos como si nuestro mundo humano no nos importase; ese desinterés por la vida de quienes nos rodean: el miedo ancestral de darnos a conocer unos a otros, tal como somos. Acaso esta ceguera nos sirva para algo: darnos cuenta de que estamos aislados por nuestro propio egoísmo; darnos cuenta de que, puesto que nos hemos alejado del mundo, pronto no sabremos bien a bien quiénes somos, a menos de que la ceguera nos permita atravesar la piel visible de las cosas para intuir lo que realmente son, ahora sí interesándonos por todo lo que ocurre a nuestro alrededor, ahora sí capaces de ver a los ojos de los demás, como si estuviéramos viéndoles el alma.
El único aliciente para muchos hombres, para muchos ciegos, es que conservan la capacidad de llorar para redimirse, para darse cuenta de que siguen siendo humanos, para empeñarse en no perderse el respeto a sí mismos, para hacer de las lágrimas un lenguaje universal que no necesite de las palabras. Saber que tenemos palabras de más porque tenemos sentimientos de menos: que las palabras no ahoguen los sentimientos. Que los sentimientos no necesiten de las palabras. O, en todo caso, que las palabras nos sirvan para expresar lo que sentimos, y no sólo lo que sabemos.
Si no nos permiten vivir completamente como personas, debemos luchar para no vivir completamente como bestias. Si quieres ser ciego, lo serás; si quieres ser inhumano, lo serás: ciego por el miedo a proyectar una vida plena, ciego por la indiferencia ante el sufrimiento del mundo; ciego para el amor y para la generosidad, es decir, ciego por egoísmo (que también es una forma del amor, y todos sabemos que el amor es ciego). La ceguera, la verdadera, es vivir en un mundo donde se ha acabado la esperanza, la esperanza de ver realmente, la esperanza de no ser insolidarios e insensibles ante el dolor del prójimo. ¿Qué es el hombre sin esperanza? Un sinsentido. Sin futuro el presente no sirve para nada.
Sin duda toda la obra quiere “abrirnos los ojos” ante la realidad de un mundo deshumanizado. La única persona que conservó la vista, la mujer del médico oftalmólogo, en muchas ocasiones expresó su deseo de perderla, porque la visión del mundo de los ciegos era más fuerte que su capacidad de comprensión (y de compasión). ¿Era esa mujer la única consciente del peligroso camino que había tomado la humanidad ciega? Creo que así es: sólo algunos “visionarios” pueden darse cuenta del desprecio con que hoy tratamos la dignidad humana. En realidad, los personajes del relato no se quedaron ciegos: ellos son los correlatos del hombre moderno, que no se ha quedado ciego, sino que “es” ciego. Peor es no ser ciego y no ver. No vemos la injusticia que se enseñorea en nuestro entorno. No vemos el hambre de la muchedumbre que apenas sobrevive en la más completa indigencia. No queremos ver, porque nos duele darnos cuenta de que todos somos victimarios de de todos, aunque en muchos casos también seamos víctimas de los abusos de otros. No queremos ver porque sabemos que lo poco que nos sobra, a unos mucho, lo hemos hurtado del haber de los demás, los desposeídos. No queremos ver porque sabemos que en el mundo no hay pobres por necesidad, sino empobrecidos por el afán de lucro y poder de unos cuantos que se reparten el mundo sin el menor escrúpulo. No queremos ver el nivel al que hemos devaluado la vida, el amor, la solidaridad.
Cierto que en el relato los ciegos repentinos recuperan también “inexplicablemente” la vista. Y hasta parece que con cierto desencanto, al constatar que nunca la han perdido realmente, sino que desde siempre han sido ciegos. La realidad impone la fuerza de su ser: está ahí, como siempre, con toda su riqueza y con todas sus posibilidades, sólo dependiente de lo que el hombre decida hacer de ella. Y aquí es donde surge la duda: ¿qué debe hacer el hombre para que la realidad responda más a las enormes potencialidades que encierra y ofrece.
Cuando los ojos ya no nos sirven para coordinarnos en nuestro ambiente, cuando las cosas en apariencia triviales nos revelan su verdadero valor (un vaso con agua, la voz de una persona, el gesto desinteresado del ser amado, el respeto por el anciano mermado en sus capacidades), entonces parece que estamos otra vez ante el nacimiento del hombre ideal, el que todos queremos ser, pero no podemos. Son demasiadas las redes que hemos tejido en torno a nuestra vida. Son demasiados los seguros que hemos querido comprar para afianzar una existencia que nos parece, en principio, frágil y desvalida. Y lo es.
Si intentamos obtener una “moraleja” del relato, me parece que el símbolo de la mujer que siempre conservó la vista nos da la medida de lo que debemos ser (y hacer): hombres y mujeres atentos a los que ocurre en nuestro entorno, que no cierran los ojos ante los espectáculos de barbarie que nos empeñamos en montar: guerra, explotación, discriminación. Lo que salva al grupo fue la disposición de la mujer para “ver por los suyos”.
Estar ciegos significa, ni más ni menos, ser incapaces “de ver por los demás”, en el sentido que nosotros le damos a la expresión: ver por los demás es romper el cascarón de nuestro egoísmo, ése que nos impide socorrer al que nos necesita, aconsejar al que nos lo solicita, escuchar al que nos dirige su palabra. Darnos cuenta de que en medio de las vicisitudes de la vida siempre hay alguien que la tiene peor que nosotros, que algo “nuestro” puede servir al otro, que nosotros podemos ser, en un momento, los ojos del otro.
Llama la atención que en el transcurso del relato nunca se rompieron los vínculos humanos convencionales que unían a los personajes: el médico y su esposa, el primer ciego y su esposa, el niño y la joven de las gafas negras. ¿Serán estos vínculos, aunque nacidos de convenciones sociales, los que, en definitiva, permitan que salvemos lo propiamente humano? Y no es que no haya habido ocasiones para que esos lazos sutiles se rompieran (recordemos que el médico tuvo un encuentro íntimo con la joven de las gafas). Lo cierto es que, contra toda esperanza, los lazos se hicieron más fuertes, porque resistieron la prueba de la lealtad interna, la lealtad decidida y querida por uno, no aquélla que nos es impuesta por el miedo o la presión social.
Abramos los ojos, sacudámonos esa “ceguera luminosa” que no nos deja ver las obscuridades del mundo. Las tinieblas también forman parte de la condición humana, pero nuestra tarea no es acentuarlas, sino vencerlas con la luz de la verdad, la justicia, la solidaridad, el amor universal pero encarnado, concretizado en nuestra familia, universidad, ciudad.
No hay ciegos, sino cegueras.
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