LA GUERRA DE LOS CRISTEROS
Desde la muerte del general Obregón (1928) hasta la ruptura de los generales Calles y Cárdenas (1935), la crisis política en México fue permanente. Sin duda, esta aguda crisis se gestó desde 1926, año en que explota el conflicto entre el gobierno y el clero en México.
El movimiento cristero o guerra cristera es un ejemplo claro de una revolución civil originada por la radicalización de dos ideologías incapaces de negociar en el terreno del debate y la racionalidad. Por un lado, dicho movimiento dejó entrever la distancia insalvable entre el texto y el espíritu de la Constitución de 1917 (sobre todo respecto a la libertad religiosa) y la realidad cotidiana de miles de campesinos profundamente arraigados en sus creencias religiosas y muy apegados al culto propio de su religiosidad popular. Por otro, el gobierno dio muestras de una intransigencia casi fanática al ordenar que se cerrasen colegios, seminarios y templos. El Clero, por su parte, no supo manejar el conflicto en el terreno de la diplomacia (ése era el propósito de Mons. Philippi) y con su suspensión de cultos no hizo sino acelerar el inicio del conflicto. También hay que considerar, como no se hace muchas veces en la historia oficial, que el conflicto se agravó por los desmanes que los agraristas perpetraban en contra de los pequeños propietarios campesinos. La Cristiada fue, por tanto, un conflicto donde confluyeron muchos factores, y no sólo el espíritu anticlerical del gobierno federal.
El conflicto secular entre el Clero Católico y el Estado Mexicano desembocó en México en una guerra muy peculiar, mezcla de movimiento religioso y movimiento agrario. La Constitución de 1917 otorgaba al Estado el derecho de administrar el ministerio clerical, con lo que el clero volvió a la situación anterior a la Guerra de Independencia, aunque con un gobierno civil agresivamente antieclesiástico.
El conflicto entre el poder político y la institución religiosa era inevitable. En febrero de 1925 el poderoso Luis Morones, líder de la CROM, había intentado instituir una iglesia “mexicana” carismática (encabezada por el patriarca Joaquín Pérez) e independiente del Vaticano; obviamente, el fracaso fue estruendoso: una iglesia no es un sindicato. Calles hizo que se aceptara “una legislación que asimilaba a los delitos de derecho común las infracciones en materia de culto”[1]. Como respuesta a esta “ley”, los obispos mexicanos suspendieron el culto el 31 de julio de 1926. Ni Calles ni los obispos habían reparado en un dato clave del conflicto: la grey cristiana, que a la postre jugará un papel protagónico en el conflicto.
La guerra cristera fue una sorpresa tanto para el gobierno como para el Clero. Los dos poderes intentaron obtener las máximas ventajas. Ninguno de los dos poderes pensó en el pueblo de a pie, ése que debió soportar las atrocidades de ambos bandos.
El Obispo de Zacatecas, Mons. Placencia y Moreira, expresó claramente en 1928 que la Santa Sede había dispuesto que todos los sacerdotes se abstuviesen de ayudar “material” o “moralmente” a la revolución armada. ¿Hasta qué punto fue acatada esta disposición? Y, en todo caso, ¿por qué fue (o no) acatada?
En 1934 el P. Adolfo Arroyo, vicario de Valparaíso, Zac., durante la guerra, se quejaba amargamente de que obispos y sacerdotes temieron al gobierno, buscaron acomodarse a las circunstancias y cayeron en la conformidad criminal. El P. Arroyo, por su parte, permaneció durante toda la guerra al lado de sus feligreses.
La realidad fue, por tanto, si hemos de creer el testimonio del P. Arroyo, que la mayoría del clero se retiró del campo y de los poblados para concentrarse en las ciudades medianas y grandes, bajo la tutela del gobierno. Muchos sacerdotes no sólo no participaron en la defensa armada de su fe, sino que abiertamente fueron hostiles al movimiento cristero. Hubo párrocos que se declararon fieles a Calles. La misma compañía de Jesús recomendaba a sus miembros que no se mezclaran con los cristeros, pues éstos luchaban –se decía– con el falso pretexto de defender a su Iglesia.
Así, pues, la mayoría del clero católico era adversa a la defensa de la religión por la vía armada. Su no acuerdo con la guerra lo manifestaban en sus prédicas o en sus actitudes al abandonar sus parroquias, huyendo al extranjero y a las grandes ciudades. Muchos sacerdotes pasaron años confortables alojados en las casas de los católicos adinerados. Entre 1926 y 1929 la mayoría del clero se concentró en la Capital del país. Ya en 1929 los sacerdotes, en número de 2600, aceptaron registrarse ante la Secretaría de Gobernación. Esa cantidad era casi la totalidad de los sacerdotes existentes en el país a la fecha.
Mientras tanto, el gobierno aprovechaba la indiferencia del clero frente a los cristeros. Los sacerdotes se quejaban de los maltratos recibidos de los cristeros y elogiaban el buen trato de los generales que los habían protegido. Los generales celebraban culto en sus casas con motivo de algún bautizo o primera comunión. Sólo en los campos la persecución era despiadada, pues se pensaba que dejando a los campesinos sin sacerdotes la rebelión sería rápidamente sofocada.
Sin embargo, alrededor de cien sacerdotes se negaron a abandonar sus feligresías en el momento de la persecución. Es ejemplar la actitud del Párroco de Soledad Díez Gutiérrez, S.L.P., quien tuvo que vivir disfrazado y trabajando como mozo de cuadras para no abandonar su Parroquia. El riesgo de denuncia era siempre latente y, en consecuencia, la vida de los sacerdotes “voluntarios” pendía de un hilo. En muchos casos, como en el del P. Uriel de la Torre, vicario de Encarnación de Díaz (La Chona), Jal., el único auxilio espiritual era el sacramento de la confesión. Ahora los curas que permanecieron en sus parroquias trabajaban cien veces más que antes de la guerra y sus jornadas agotadoras las pasaban bautizando, asistiendo matrimonios y confesando. En Nayarit, desde 1926, el P. Rafael Correa recorría las montañas para administrar los sacramentos a cuantos se lo pidieran. Los datos disponibles permiten afirmar que hubo unos quince curas que fueron capellanes cristeros; tal vez unos veinticinco estuvieron implicados de forma directa o indirecta con el movimiento; sólo cinco tomaron las armas. Los obispos, no obstante, seguían negándose a las peticiones que de capellanes hacían los cristeros. Éstos consideraban que sin los auxilios espirituales se convertirían rápidamente de soldados de Cristo en una chusma de bandidos (y así se comportaron en muchas ocasiones, según los testimonios de personas de Huejuquilla, San Miguel El Alto y la Sierra de Guanajuato). Los curas que no se decidían a prestar sus servicios espirituales a los cristeros argüían el temor a contravenir las órdenes de los superiores.
Los PP. Pedro Correa (párroco de Huejuquilla), Juan Ibarra Jiménez, Ladislao Aparicio y José Adolfo Arroyo (vicario de Valparaíso, Zac.) escribían en marzo de 1928: “¿Por qué el Episcopado no ha hablado? ¿Por qué no ha dicho nada a los combatientes?...”[2]
De las filas del clero salen solamente dos jefes de guerra y tres soldados. Llegaron a tener el grado de General los PP. Aristeo Pedroza y José Reyes Vega (de la Parroquia de Tototlán). Ambos de tipo indígena y con un valor a toda prueba. Se decía de Pedroza que si él no era santo, ¿entonces quién podía serlo? Este párroco llegó a general de la brigada de los Altos. Del padre Reyes Vega se decía que tenía de Villa el genio militar y la ferocidad (y era hasta medio mujeriego).
El número de sacerdotes ejecutados por el gobierno ascendió a unos noventa, la mayoría (unos cincuenta y nueve) de la Arquidiócesis de Guadalajara. En Guanajuato, es decir, en la Diócesis de León (hoy Arquidiócesis), se ejecutaron cerca de 18 ministros. Un gran número de estos mártires fueron canonizados durante el Pontificado de Juan Pablo II.
Afirma De la Torre Villar que, si no hubiera sido por el conflicto con el clero “malamente llevado, el general Calles habría pasado a nuestra historia como uno de los mejores gobernantes del siglo XX”.[3] Calles agravó el conflicto al aplicar a rajatabla el Art. 130 de la Constitución, que se refería a la nacionalidad de los ministros de cultos y que motivó la expulsión de muchos clérigos extranjeros. Los Estados de Veracruz, Tabasco y Chiapas resultaron al respecto más callistas que Calles y extremaron las medidas antieclesiásticas persiguiendo a sacerdotes y religiosas.
La oposición a la política anticlerical del Estado provocó que el Lic. Miguel Palomar y Vizcarra instituyera la Liga Defensora de la Libertad Religiosa. Este mismo grupo pidió la derogación de los artículos constitucionales que menoscababan los derechos de los creyentes.
En febrero de 1926 el Arzobispo de México, Mons. José Mora y del Río, fue consignado por sus declaraciones en relación con los artículos 3, 25, 27 y 130. En junio de este mismo año se clausuraron algunos colegios y templos. La Liga decidió oponerse a tales medidas mediante la suspensión del pago de impuestos. La resistencia al pago fracasó: sólo quedaba la insurrección armada.
La Liga siempre pidió a los obispos, entre los apoyos fundamentales, los siguientes:
« No condenar el movimiento armado.
« Sostener la unidad de acción, con un mismo plan y bajo un solo caudillo.
« Formar la conciencia colectiva en el sentido de afirmar que se trataba de una acción lícita y de legítima defensa de derechos fundamentales.
« Habilitar vicarios castrenses (es decir, nombrar capellanes canónicamente).
« Instar a los católicos ricos a que suministraran fondos para la causa.
Los obispos, sin embargo, no concedieron prácticamente ninguna de las peticiones. Ellos siempre se deslindaron de la responsabilidad sobre la lucha armada, pero su silencio dio a entender a los cristeros que contaban con la anuencia y las bendiciones de los prelados. En el fondo, los obispos siempre creyeron que la guerra era justa, pues se habían agotado todos los medios pacíficos para transformar las normas constitucionales. Los teólogos de la Universidad Gregoriana y del Angelicum de Roma declararon la licitud del movimiento. El Papa Pío XI jamás se pronunció al respecto.
Las divergencias de los obispos mexicanos en cuanto a los lineamientos que habrían de seguirse frente al gobierno existieron también frente a los combatientes. Todos los obispos reconocían la doctrina de la legitimidad de la resistencia al tirano. La mayoría de los prelados dejó a los fieles en libertad de defender sus derechos del modo que quisieran. Algunos abiertamente negaban el derecho a tomar las armas. Sólo tres creyeron que no quedaba otra vía que la guerra. Entre estos últimos destaca la figura de Mons. Orozco y Jiménez, quien llevó durante años la vida ruda de los cristeros, por montes y valles de Jalisco, ya como mulero o labriego. Cuando vio que la guerra era inevitable, Mons. Orozco pasó a la clandestinidad para no abandonar a su pueblo. El gobierno federal siempre vio en él al jefe de los cristeros de Occidente, pero nunca estuvo al frente de ningún contingente: se concretó a su labor pastoral, como lo testificó el propio general Alejandro Mange, jefe de la Zona Militar de Nayarit. Mons. Orozco no recibió en audiencia privada ni al propio general Gorostieta, lo cual éste tomó a mal.
Mons. Orozco siempre fue consciente de que, sin la resistencia armada de los cristeros, el gobierno por sí mismo jamás hubiese iniciado las negociaciones, y le preocupaba que el sacrificio de muchos cristeros pudiera llegar a ser inútil por la falta de apoyo espiritual de sus hermanos en el episcopado.
Por lo hasta aquí consignado, puede afirmarse que los clérigos (obispos, párrocos y vicarios) no dirigieron ni inspiraron jamás la cristiada. Cuando por fin se concertó la paz en 1929, tampoco consultaron a los combatientes. El clero hizo una paz política, cuyo precio había sido pagado con la vida de muchos combatientes. “La gente de Iglesia no será jamás la Iglesia”, dicen los cristeros. En realidad, la Iglesia es la comunidad de fe que puede o no estar de acuerdo con los dirigentes (los clérigos).
Sin armas, sin dinero y sin jefes, los cristeros emprendieron una guerra de guerrillas que puso en serios predicamentos al gobierno de Calles. La guerra fue implacable, tanto más cuanto que enfrentó al pueblo con un ejército profesional. Con mucha frecuencia se ha hablado de la pasividad (conformismo) de las masas rurales. ¿Entonces por qué los cristeros fueron capaces de llevar adelante un movimiento sin mandos externos? ¿Cómo fueron capaces de imaginar un programa positivo y racional, de animar una solidaridad fundamental en el seno del pueblo más sencillo? “…frente a un anticlericalismo radical, sumario, brutal, se levanta el pueblo católico del campo para defender su fe”.[4]
La cristiada es ejemplo de la rebelión de un pueblo perseguido que, habiendo agotado la legalidad, opta por las armas para defender una creencia vital. Los cristeros supieron distinguir entre los privilegios del César y los privilegios de Dios. El clero opta por suspender el culto público (aunque no los sacramentos en sí). El poder del César intenta impedir que los sacramentos se distribuyan. El pueblo celebra el gran sacramento universal: el del sacrificio sangriento.
[1] MEYER, Jean (2006): La Cristiada. 1. La guerra de los cristeros, Siglo XXI, México, p. 8.
[2] MEYER, o.c., p. 44.
[3] DE LA TORRE VILLAR, Ernesto (2004): Historia de México, 2ª ed., Mc GRAW-HILL, México, p. 491.
[4] MEYER, o.c., p. 387.
Desde la muerte del general Obregón (1928) hasta la ruptura de los generales Calles y Cárdenas (1935), la crisis política en México fue permanente. Sin duda, esta aguda crisis se gestó desde 1926, año en que explota el conflicto entre el gobierno y el clero en México.
El movimiento cristero o guerra cristera es un ejemplo claro de una revolución civil originada por la radicalización de dos ideologías incapaces de negociar en el terreno del debate y la racionalidad. Por un lado, dicho movimiento dejó entrever la distancia insalvable entre el texto y el espíritu de la Constitución de 1917 (sobre todo respecto a la libertad religiosa) y la realidad cotidiana de miles de campesinos profundamente arraigados en sus creencias religiosas y muy apegados al culto propio de su religiosidad popular. Por otro, el gobierno dio muestras de una intransigencia casi fanática al ordenar que se cerrasen colegios, seminarios y templos. El Clero, por su parte, no supo manejar el conflicto en el terreno de la diplomacia (ése era el propósito de Mons. Philippi) y con su suspensión de cultos no hizo sino acelerar el inicio del conflicto. También hay que considerar, como no se hace muchas veces en la historia oficial, que el conflicto se agravó por los desmanes que los agraristas perpetraban en contra de los pequeños propietarios campesinos. La Cristiada fue, por tanto, un conflicto donde confluyeron muchos factores, y no sólo el espíritu anticlerical del gobierno federal.
El conflicto secular entre el Clero Católico y el Estado Mexicano desembocó en México en una guerra muy peculiar, mezcla de movimiento religioso y movimiento agrario. La Constitución de 1917 otorgaba al Estado el derecho de administrar el ministerio clerical, con lo que el clero volvió a la situación anterior a la Guerra de Independencia, aunque con un gobierno civil agresivamente antieclesiástico.
El conflicto entre el poder político y la institución religiosa era inevitable. En febrero de 1925 el poderoso Luis Morones, líder de la CROM, había intentado instituir una iglesia “mexicana” carismática (encabezada por el patriarca Joaquín Pérez) e independiente del Vaticano; obviamente, el fracaso fue estruendoso: una iglesia no es un sindicato. Calles hizo que se aceptara “una legislación que asimilaba a los delitos de derecho común las infracciones en materia de culto”[1]. Como respuesta a esta “ley”, los obispos mexicanos suspendieron el culto el 31 de julio de 1926. Ni Calles ni los obispos habían reparado en un dato clave del conflicto: la grey cristiana, que a la postre jugará un papel protagónico en el conflicto.
La guerra cristera fue una sorpresa tanto para el gobierno como para el Clero. Los dos poderes intentaron obtener las máximas ventajas. Ninguno de los dos poderes pensó en el pueblo de a pie, ése que debió soportar las atrocidades de ambos bandos.
El Obispo de Zacatecas, Mons. Placencia y Moreira, expresó claramente en 1928 que la Santa Sede había dispuesto que todos los sacerdotes se abstuviesen de ayudar “material” o “moralmente” a la revolución armada. ¿Hasta qué punto fue acatada esta disposición? Y, en todo caso, ¿por qué fue (o no) acatada?
En 1934 el P. Adolfo Arroyo, vicario de Valparaíso, Zac., durante la guerra, se quejaba amargamente de que obispos y sacerdotes temieron al gobierno, buscaron acomodarse a las circunstancias y cayeron en la conformidad criminal. El P. Arroyo, por su parte, permaneció durante toda la guerra al lado de sus feligreses.
La realidad fue, por tanto, si hemos de creer el testimonio del P. Arroyo, que la mayoría del clero se retiró del campo y de los poblados para concentrarse en las ciudades medianas y grandes, bajo la tutela del gobierno. Muchos sacerdotes no sólo no participaron en la defensa armada de su fe, sino que abiertamente fueron hostiles al movimiento cristero. Hubo párrocos que se declararon fieles a Calles. La misma compañía de Jesús recomendaba a sus miembros que no se mezclaran con los cristeros, pues éstos luchaban –se decía– con el falso pretexto de defender a su Iglesia.
Así, pues, la mayoría del clero católico era adversa a la defensa de la religión por la vía armada. Su no acuerdo con la guerra lo manifestaban en sus prédicas o en sus actitudes al abandonar sus parroquias, huyendo al extranjero y a las grandes ciudades. Muchos sacerdotes pasaron años confortables alojados en las casas de los católicos adinerados. Entre 1926 y 1929 la mayoría del clero se concentró en la Capital del país. Ya en 1929 los sacerdotes, en número de 2600, aceptaron registrarse ante la Secretaría de Gobernación. Esa cantidad era casi la totalidad de los sacerdotes existentes en el país a la fecha.
Mientras tanto, el gobierno aprovechaba la indiferencia del clero frente a los cristeros. Los sacerdotes se quejaban de los maltratos recibidos de los cristeros y elogiaban el buen trato de los generales que los habían protegido. Los generales celebraban culto en sus casas con motivo de algún bautizo o primera comunión. Sólo en los campos la persecución era despiadada, pues se pensaba que dejando a los campesinos sin sacerdotes la rebelión sería rápidamente sofocada.
Sin embargo, alrededor de cien sacerdotes se negaron a abandonar sus feligresías en el momento de la persecución. Es ejemplar la actitud del Párroco de Soledad Díez Gutiérrez, S.L.P., quien tuvo que vivir disfrazado y trabajando como mozo de cuadras para no abandonar su Parroquia. El riesgo de denuncia era siempre latente y, en consecuencia, la vida de los sacerdotes “voluntarios” pendía de un hilo. En muchos casos, como en el del P. Uriel de la Torre, vicario de Encarnación de Díaz (La Chona), Jal., el único auxilio espiritual era el sacramento de la confesión. Ahora los curas que permanecieron en sus parroquias trabajaban cien veces más que antes de la guerra y sus jornadas agotadoras las pasaban bautizando, asistiendo matrimonios y confesando. En Nayarit, desde 1926, el P. Rafael Correa recorría las montañas para administrar los sacramentos a cuantos se lo pidieran. Los datos disponibles permiten afirmar que hubo unos quince curas que fueron capellanes cristeros; tal vez unos veinticinco estuvieron implicados de forma directa o indirecta con el movimiento; sólo cinco tomaron las armas. Los obispos, no obstante, seguían negándose a las peticiones que de capellanes hacían los cristeros. Éstos consideraban que sin los auxilios espirituales se convertirían rápidamente de soldados de Cristo en una chusma de bandidos (y así se comportaron en muchas ocasiones, según los testimonios de personas de Huejuquilla, San Miguel El Alto y la Sierra de Guanajuato). Los curas que no se decidían a prestar sus servicios espirituales a los cristeros argüían el temor a contravenir las órdenes de los superiores.
Los PP. Pedro Correa (párroco de Huejuquilla), Juan Ibarra Jiménez, Ladislao Aparicio y José Adolfo Arroyo (vicario de Valparaíso, Zac.) escribían en marzo de 1928: “¿Por qué el Episcopado no ha hablado? ¿Por qué no ha dicho nada a los combatientes?...”[2]
De las filas del clero salen solamente dos jefes de guerra y tres soldados. Llegaron a tener el grado de General los PP. Aristeo Pedroza y José Reyes Vega (de la Parroquia de Tototlán). Ambos de tipo indígena y con un valor a toda prueba. Se decía de Pedroza que si él no era santo, ¿entonces quién podía serlo? Este párroco llegó a general de la brigada de los Altos. Del padre Reyes Vega se decía que tenía de Villa el genio militar y la ferocidad (y era hasta medio mujeriego).
El número de sacerdotes ejecutados por el gobierno ascendió a unos noventa, la mayoría (unos cincuenta y nueve) de la Arquidiócesis de Guadalajara. En Guanajuato, es decir, en la Diócesis de León (hoy Arquidiócesis), se ejecutaron cerca de 18 ministros. Un gran número de estos mártires fueron canonizados durante el Pontificado de Juan Pablo II.
Afirma De la Torre Villar que, si no hubiera sido por el conflicto con el clero “malamente llevado, el general Calles habría pasado a nuestra historia como uno de los mejores gobernantes del siglo XX”.[3] Calles agravó el conflicto al aplicar a rajatabla el Art. 130 de la Constitución, que se refería a la nacionalidad de los ministros de cultos y que motivó la expulsión de muchos clérigos extranjeros. Los Estados de Veracruz, Tabasco y Chiapas resultaron al respecto más callistas que Calles y extremaron las medidas antieclesiásticas persiguiendo a sacerdotes y religiosas.
La oposición a la política anticlerical del Estado provocó que el Lic. Miguel Palomar y Vizcarra instituyera la Liga Defensora de la Libertad Religiosa. Este mismo grupo pidió la derogación de los artículos constitucionales que menoscababan los derechos de los creyentes.
En febrero de 1926 el Arzobispo de México, Mons. José Mora y del Río, fue consignado por sus declaraciones en relación con los artículos 3, 25, 27 y 130. En junio de este mismo año se clausuraron algunos colegios y templos. La Liga decidió oponerse a tales medidas mediante la suspensión del pago de impuestos. La resistencia al pago fracasó: sólo quedaba la insurrección armada.
La Liga siempre pidió a los obispos, entre los apoyos fundamentales, los siguientes:
« No condenar el movimiento armado.
« Sostener la unidad de acción, con un mismo plan y bajo un solo caudillo.
« Formar la conciencia colectiva en el sentido de afirmar que se trataba de una acción lícita y de legítima defensa de derechos fundamentales.
« Habilitar vicarios castrenses (es decir, nombrar capellanes canónicamente).
« Instar a los católicos ricos a que suministraran fondos para la causa.
Los obispos, sin embargo, no concedieron prácticamente ninguna de las peticiones. Ellos siempre se deslindaron de la responsabilidad sobre la lucha armada, pero su silencio dio a entender a los cristeros que contaban con la anuencia y las bendiciones de los prelados. En el fondo, los obispos siempre creyeron que la guerra era justa, pues se habían agotado todos los medios pacíficos para transformar las normas constitucionales. Los teólogos de la Universidad Gregoriana y del Angelicum de Roma declararon la licitud del movimiento. El Papa Pío XI jamás se pronunció al respecto.
Las divergencias de los obispos mexicanos en cuanto a los lineamientos que habrían de seguirse frente al gobierno existieron también frente a los combatientes. Todos los obispos reconocían la doctrina de la legitimidad de la resistencia al tirano. La mayoría de los prelados dejó a los fieles en libertad de defender sus derechos del modo que quisieran. Algunos abiertamente negaban el derecho a tomar las armas. Sólo tres creyeron que no quedaba otra vía que la guerra. Entre estos últimos destaca la figura de Mons. Orozco y Jiménez, quien llevó durante años la vida ruda de los cristeros, por montes y valles de Jalisco, ya como mulero o labriego. Cuando vio que la guerra era inevitable, Mons. Orozco pasó a la clandestinidad para no abandonar a su pueblo. El gobierno federal siempre vio en él al jefe de los cristeros de Occidente, pero nunca estuvo al frente de ningún contingente: se concretó a su labor pastoral, como lo testificó el propio general Alejandro Mange, jefe de la Zona Militar de Nayarit. Mons. Orozco no recibió en audiencia privada ni al propio general Gorostieta, lo cual éste tomó a mal.
Mons. Orozco siempre fue consciente de que, sin la resistencia armada de los cristeros, el gobierno por sí mismo jamás hubiese iniciado las negociaciones, y le preocupaba que el sacrificio de muchos cristeros pudiera llegar a ser inútil por la falta de apoyo espiritual de sus hermanos en el episcopado.
Por lo hasta aquí consignado, puede afirmarse que los clérigos (obispos, párrocos y vicarios) no dirigieron ni inspiraron jamás la cristiada. Cuando por fin se concertó la paz en 1929, tampoco consultaron a los combatientes. El clero hizo una paz política, cuyo precio había sido pagado con la vida de muchos combatientes. “La gente de Iglesia no será jamás la Iglesia”, dicen los cristeros. En realidad, la Iglesia es la comunidad de fe que puede o no estar de acuerdo con los dirigentes (los clérigos).
Sin armas, sin dinero y sin jefes, los cristeros emprendieron una guerra de guerrillas que puso en serios predicamentos al gobierno de Calles. La guerra fue implacable, tanto más cuanto que enfrentó al pueblo con un ejército profesional. Con mucha frecuencia se ha hablado de la pasividad (conformismo) de las masas rurales. ¿Entonces por qué los cristeros fueron capaces de llevar adelante un movimiento sin mandos externos? ¿Cómo fueron capaces de imaginar un programa positivo y racional, de animar una solidaridad fundamental en el seno del pueblo más sencillo? “…frente a un anticlericalismo radical, sumario, brutal, se levanta el pueblo católico del campo para defender su fe”.[4]
La cristiada es ejemplo de la rebelión de un pueblo perseguido que, habiendo agotado la legalidad, opta por las armas para defender una creencia vital. Los cristeros supieron distinguir entre los privilegios del César y los privilegios de Dios. El clero opta por suspender el culto público (aunque no los sacramentos en sí). El poder del César intenta impedir que los sacramentos se distribuyan. El pueblo celebra el gran sacramento universal: el del sacrificio sangriento.
[1] MEYER, Jean (2006): La Cristiada. 1. La guerra de los cristeros, Siglo XXI, México, p. 8.
[2] MEYER, o.c., p. 44.
[3] DE LA TORRE VILLAR, Ernesto (2004): Historia de México, 2ª ed., Mc GRAW-HILL, México, p. 491.
[4] MEYER, o.c., p. 387.
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