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jueves, 31 de julio de 2008

A MIS AMIGOS...

AMIGO
Enero 15:
¿Cómo te fue en Navidad y Año Nuevo? Llamé para saludarte, pero no te encontré: ¡qué lástima! Quería contarte lo bien que la pasé y todos los propósitos que espero cumplir este año. Imagino que ya iniciaste clases y que el trabajo te agobia; a todos nos pasa a veces. Ojalá pronto podamos hablar. ¡Tengo que contarte muchas cosas!
Marzo 27
Aún no sé de ti… y aunque te mando muchos e-mails, nunca me respondes. Es posible que tengas muchas ocupaciones… ¡Ya sé!... Lo más probable es que te hayas tomado las merecidas vacaciones de las que me hablaste hace 5 meses. ¿Recuerdas que te dije que la playa era genial? Y ese hotel del que me contaste ha de ser hermoso. Ojalá la estés pasando bien.
Mayo 8
Ayer me sucedió algo terrible... y no tengo nadie a quién contarle. Te llamé pero sólo escuché tu voz en la contestadora...dejé un pequeño mensaje, ojalá y no se borre. Me gustaría mucho poder contarte el gran problema que tengo, aunque ya sé que es imposible encontrarte en tu casa a esta hora. Pero como tú decías: yo siempre hago una tormenta en un vaso de agua. Tal vez mis problemas no son tan agobiantes como los que tú debes tener... debo ser más fuerte
Julio 27
¡Feliz Cumpleaños!...Te he llamado 2 veces. ¡Tu mamá y hermanos ya me alucinan! Me dicen que aún no llegas de la escuela y que por la tarde tienes tu trabajo y pues… hasta en la noche te puedo encontrar. Sólo quiero decirte que te deseo lo mejor y que me gustaría seguir siendo parte de tu vida por muchos años más...
Septiembre 17
Recibí tu e-mail. El chiste estaba gracioso. No sé si te enteraste, pero estuve unos días en el hospital. Nada grave, un pequeño dolor de cabeza. Algo así como la migraña que siempre has padecido. El Doc quiere hacerme unos estudios para estar seguros que todo me "funcione bien". Y yo le digo que "Mala hierba nunca muere". Aunque en el fondo siento una profunda tristeza.
Octubre 12
Ayer fue mi cumpleaños. Comprendo que lo hayas olvidado, hace tiempo que no hablamos y bueno… tú tienes mucho qué hacer. Esperaba que llamaras para decirme "¡te estás haciendo viejo!", ¡pero por más que el teléfono sonó no eras tú!.. Sabes, desde mis días en el hospital me he sentido algo débil, tal vez sea que no he estado comiendo bien. Ahora recuerdo que es época de exámenes. Lo más seguro es que estés batallando con Álgebra y por eso no llamaste.... siempre fuiste malísimo en Álgebra.
Octubre 20
Algo me funciona mal, está en mi cabeza, el doctor dice que necesito quimioterapia antes de que avance más mi problema. Yo digo que saldré adelante, confío en Dios, pero mis papás se ven muy preocupados. Ojalá tuvieras tiempo de llamarme. Siempre sabes decir las palabras exactas cuando la depresión embarga mi alma.
Noviembre 30
Quimioterapia... es lo peor. Mi cabello se empieza a caer, tengo muchas náuseas y casi ni me levanto de la cama. Mis uñas se caen en pedazos. ¡Mis uñas! Si me vieras ahora, creo que no me reconocerías, bajé de peso y casi he perdido la mitad de mi cabellera. Sé que ayer fue el primer día de tu trabajo. Tú no me lo has dicho, pero me enteré por otra persona que me dijo que habló contigo... y... bueno… él me lo contó. Ojalá que en este trabajo todo te salga excelente.
Enero 11
Al fin, ahora estoy descansando de todo. Recuperé mi cabellera y mis uñas volvieron. No más náuseas ni dolores. Aquí hay mucha paz y tranquilidad aunque a veces me mortifica saber que mis papás siguen llorando por mí. Desde aquí puedo ver lo que haces. Sé que no te has enterado de lo que sucedió conmigo. Hoy conociste a alguien que lleva el que era mi nombre... Curioso, ¿no?... recuerdo que siempre dijiste que mi nombre era extraño y tú pensaste: "¿hace cuánto que no le hablo?".
Marzo 4
Hace 1 mes que te enteraste. Trágico, ¿no? Y hoy visitaste mi tumba y me llevaste tulipanes, mis flores favoritas. Estuviste platicando con la placa que lleva mi nombre y, mientras recordabas nuestras aventuras... te vi llorar. Me hubiera gustado estar ahí para abrazarte, consolarte y limpiar tus lágrimas; sin embargo, ya no estoy. ¡Hey! Pero lo importante es que yo estoy feliz, sólo me entristece saber que tú no lo estás. ¡Y no es cierto eso que dices!... ¡Siempre fuiste un buen Amigo!
Abril 7
No te culpes por eso. A veces uno está tan agobiado que se le olvida respirar. Es cierto lo que dices mientras aprietas esa foto nuestra cuando íbamos juntos a la escuela. ¡Cuántas cosas vivimos juntos y cuántas quisiste contarme! Perdiste la oportunidad. Sí, es cierto... desperdiciaste el tiempo en cosas que tal vez no eran tan importantes como pensabas. Yo no te culpo… aún aprecio el tiempo en el que fuimos amigos y, si volviera a tener la oportunidad de repetir todo, no lo pensaría dos veces, pues sabría que al final todo sucedió para que mi amigo reaccionara y viviera su vida, sin preocuparse por cosas sin importancia. Para mí siempre serás mi amigo... mi mejor amigo...
LOS AMIGOS SON ÁNGELES QUE NOS AYUDAN A PONERNOS DE PIE CUANDO NUESTRAS ALAS OLVIDAN CÓMO VOLAR.
Si nuestra amistad es profunda y nos queremos de verdad, no habrá ausencia que nos pueda separar.
Tú estás en la lista de mis amigos...
Si no vuelves lo comprenderé. ¡Muchas personas entrarán y saldrán de tu vida! ¡Pero sólo los verdaderos amigos dejarán huellas en tu corazón!
Esto he aprendido ahora que sé lo que es importante:
« Para manejarte a ti mismo, usa la cabeza; para manejarte con los demás... ¡usa tu corazón!
« Si alguien te traiciona una vez, es su falta; si te traiciona dos veces, es tu falta.
« Las grandes mentes discuten las ideas; mentes promedio discuten los eventos; mentes pequeñas discuten sobre las personas.
« El que pierde dinero, pierde mucho; el que pierde a un amigo, pierde mucho más; el que pierde la confianza, pierde todo.
« Las personas jóvenes bonitas son accidentes de la naturaleza, pero las personas viejas bonitas son obras de arte.
« ¡Aprende de los errores de otros! Tal vez no vivirás lo suficiente para aprender todo por ti mismo.
« Los amigos, tú y yo... tú traes otro amigo; y ahora somos tres... nosotros empezamos nuestro grupo... Nuestro círculo de amigos... Y como es un círculo… ¡no hay ni principio ni fin!
« El ayer es historia, el mañana es misterio; el hoy es un regalo, que llamamos presente.

Muéstrales a tus amigos cuánto los quieres...
Envía esto a todo aquel que consideres un ¡AMIGO! Si regresa a ti, entonces sabrás que tienes un círculo de amigos.
GRACIAS POR SER TAN IMPORTANTES PARA MÍ Y POR ESTAR DE ALGÚN MODO EN MI VIDA.

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EL GUARDAGUJAS

El guardagujas

Juan José Arreola

El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.
Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:
-Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?
-¿Lleva usted poco tiempo en este país?
-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.
-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.
-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.
-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.
-¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.
-Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.
-Por favor...
-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.

-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?
-Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.
-¿Me llevará ese tren a T.?
-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?
-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?
-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna...
-Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted...
-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.
-Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?
-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.
-¿Cómo es eso?
-En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.

-¡Santo Dios!
-Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.
-¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!
-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.
-¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!
-¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.
-¿Y la policía no interviene?
-Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.

-Pero una vez en el tren, ¿está uno a cubierto de nuevas contingencias?
-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.
-Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.
-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: "Hemos llegado a T.". Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.
-¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?
-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.
-¿Qué está usted diciendo?
En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.
-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.
-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.

-¿Y eso qué objeto tiene?
-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.
-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?
-Yo, señor, sólo soy guardagujas[1]. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: "Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual", dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.
-¿Y los viajeros?
Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?
El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.
-¿Es el tren? -preguntó el forastero.
El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:
-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
-¡X! -contestó el viajero.
En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.
Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.

FIN
[1] Guardagujas: empleado que tiene a su cargo el manejo de las agujas en los cambios de vía de los ferrocarriles, para que cada tren marche por la vía que le corresponde (DRAE).

Y TAMBIÉN VICEVERSA

Viceversa

Mario Benedetti

Tengo miedo de verte
necesidad de verte
esperanza de verte
desazones de verte
tengo ganas de hallarte
preocupación de hallarte
certidumbre de hallarte
pobres dudas de hallarte
tengo urgencia de oírte
alegría de oírte
buena suerte de oírte
y temores de oírte
o sea
resumiendo
estoy jodido
y radiante
quizá más lo primero
que lo segundo
y también
viceversa.

POEMA 20


Pablo Neruda

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos".
El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.
Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.
Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.
La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

RIMAS

Rima LIII
Gustavo Adolfo Bécquer

Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán;
pero aquéllas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquéllas que aprendieron nuestros nombres,
ésas... ¡no volverán!

Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde, aún más hermosas,
sus flores se abrirán;
pero aquéllas cuajadas de rocío,
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer, como lágrimas del día...
ésas... ¡no volverán!

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará;
pero mudo y absorto y de rodillas,
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido... desengáñate,
¡así no te querrán!

miércoles, 30 de julio de 2008

LOS MEDIOS DE CONFUSIÓN MASIVA EN MÉXICO

Cada tipo de medio de difusión masiva tiene características especiales. Esto exige que el periodista se enfrente a la elección entre laborar para prensa o para los medios electrónicos.
El auge actual de los medios electrónicos es innegable. La prensa sigue teniendo una cobertura regional, sin importar que muchos diarios se ostenten como “los de mayor circulación nacional”. Los medios electrónicos tienen una gran cobertura; la prensa, al parecer, está perdiendo la batalla por la audiencia. Los medios electrónicos nos repiten machaconamente las mismas notas en sus distintos horarios. Es muy difícil que alguien se tome el tiempo para releer un artículo de fondo, editorial, crónica o entrevista que le haya interesado. Los diarios y demás publicaciones periódicas no desaparecerán, pero muy difícilmente tendrán el impacto que tienen los medios electróncos. Entonces, no nos queda más que rendirnos ante el poder avasallador de la radio y la televisión.
La radio y la TV mexicanas no se han podido quitar el estigma de ser demasiado comerciales; estos medios tratan la información como una mercancía y no como un bien social. Hasta se podría llegar al extremo de decir que les importa más la publicidad que la información. De hecho, no viven de la información, sino de la publicidad y la propaganda. Y claro, en estricto sentido, y salvo contadas excepciones, la radio y la TV no son medios de comunicación, sino de información (por ser unidireccional).
La TV mexicana, cuyos inicios se remontan a 1950, nació sin que existiera un marco jurídico que la regulara. Esto ha propiciado la creación de oligopolios informativos: pocos empresarios son dueños de los medios impresos y de los electrónicos. De acuerdo con Petra Secanella, los medios de comunicación en México son propiedad de cuatro familias: los Azcárraga, los O’Farrill, los Alemán y los Garza Sada, de manera que los medios masivos de difusión, impresos o electrónicos, y ahora en palabras de Fátima Fernández, no son sólo transportes de información, “sino instrumentos de poder económico y político de insospechados alcances”.[1]
Hay quienes consideran que los medios de difusión masiva no son EL CUARTO PODER, como se pensaba en la década de los 60’s, sino el PRIMER PODER (sobre todo a partir de la década de los 90’s).
De hecho, es posible afirmar que actualmente los medios más eficaces para la difusión de ideas son la radio y la TV. Aunque estos medios de suyo son neutrales en cuanto tecnologías de la información, puestos al servicio de los grupos de poder llegar a conformar la mentalidad de los receptores. Nuestras aspiraciones, anhelos y cosmovisión se construyen cotidianamente mediante los contenidos difundidos por los canales electrónicos.
De esta forma, la construcción o desconstrucción de la realidad masiva cotidiana, es decir, de lo que existe o no existe, de lo que es bueno o es malo, de lo que hay que recordar o hay que olvidar, de lo que es importante o no, de lo que es verdad o es mentira, de lo que son valores o antivalores, de lo que es la opinión pública o de lo que no es, de lo que es virtuoso o no, de lo que hay que hablar o hay que silenciar, etc, se elabora, cada vez más, especialmente en las grandes ciudades, desde los medios colectivos de difusión.[2]
Tan preocupante como la capacidad sugestiva, persuasiva y hasta domesticadora de los medios masivos electrónicos, es su concentración en pocos propietarios. ¿Cuáles serían las vías para ciudadanizar los medios masivos? Javier Esteinou nos propone algunas:
¨ El Estado debe rescatar su función rectora en el campo de la comunicación, para enfrentar la dinámica que han alcanzado las fuerzas del mercado en este campo, de manera que se construya nuevo proyecto de comunicación nacional basado en la participación de los ciudadanos.
¨ Se necesita establecer el derecho de réplica en todos los medios de comunicación como una garantía constitucional elemental.
¨ Es importante que se instituya la figura del Ombudsman de la Comunicación, para analizar imparcialmente los conflictos de intereses que se dan en este ámbito.
¨ La sociedad civil debe exigir a los Partidos Políticos que incluyan en sus plataformas ideológicas acciones concretas para la democratización de los medios de difusión.
En el fondo, la problemática de los medios de difusión masiva, impresos o electrónicos, se debe en gran medida a un Estado que ha entregado a los particulares demasiadas prerrogativas; los particulares han abusado de su situación privilegiada y se han constituido en los rectores de la vida nacional.
Corresponde a las instancias legislativa, política y académica replantear los caminos por los que los medios masivos se democraticen para cumplir con su función de informar y formar opinión.
En este sentido, y pese a que hemos aceptado la gran fuerza persuasiva de los medios electrónicos, la prensa es insuperable como medio difusión, de información, de formación y de educación popular. Por eso, creo, el mejor medio de comunicación es y seguirá el periodismo impreso.
[1] FERNÁNDEZ CHRISTLIEB, Fátima (2005): Los medios de difusión masiva en México. Ediciones Casa Juan Pablos, México, p. 10. Téngase en cuenta que la 1ª ed. data de 1982.
[2] ESTEINOU MADRID, Javier (2001): Hacia la ciudadanización de los medios de comunicación en México. Razón y Palabra, 23. Recuperado el 5 de junio de 2008: Dirección: http://www.razonypalabra.org.mx/anteriores/n23/23_jesteinou.html

ENSAYO SOBRE LA CEGUERA

SARAMAGO, José:
Ensayo sobre la ceguera,
Santillana Ediciones Generales, S.A. de C.V.,
2001, 420 pp.
“Quien va a morir está ya muerto
y no lo sabe. Que hemos de morir es algo que sabemos
desde que nacemos. Por eso,
en cierto modo, es como si ya hubiéramos nacido muertos”
(p. 260).

“…es como todo en la vida,
dar tiempo al tiempo,
que todo lo arregla”
(p. 309).

“El único milagro a nuestro alcance
es seguir viviendo”
(p. 381).

En una ciudad sin nombre, en un país sin nombre, aunque se adivina que el espacio es el mundo entero, de manera inexplicable los hombres y las mujeres empiezan a perder la vista. Paulatina e irremisiblemente la ceguera blanca se extiende de la misma manera en que se propaga una epidemia, como “por contagio”, no obstante que esto sea imposible o, al menos, improbable. Hombres y mujeres, adultos y niños, por igual, van perdiendo la facultad de ver; sin embargo, no es una ceguera de tinieblas, sino de luz. Los ojos mueren, pero conservan “el recuerdo” de la luz, como si los ciegos hubieran caído en un mar de leche, para verlo todo blanco, es decir, incoloro. Poco a poco se fue poblando de ciegos y contagiados aquel edificio lúgubre destinado a contener el mal de la ceguera blanca. Ahí los ciegos, los contagiados y los guardias experimentaron la fragilidad de la naturaleza humana y la infinita capacidad para denigrarse unos a otros, por las palabras y por las acciones. Ahí se conformaron mecanismos de poder y sometimiento, de abuso de la fuerza y de falta de solidaridad con la desgracia ajena (en este caso, no tan ajena). Ahí se confirmó que, en la tierra de los ciegos, el tuerto es el rey, sobre todo si tiene a su disposición una pandilla de abusivos insensibles ante el dolor de sus congéneres. Ahí los hombres revelaron lo que son capaces de hacer para obtener más alimento que los demás, sin importar los medios y los recursos para el pillaje. Ahí también se manifestó la situación “desventajosa” de la mujer frente al hombre: la mujer cosificada, violada, vejada por el varón y para satisfacción de éste. El mundo completo reducido a los límites de un nosocomio (que curiosamente había sido un manicomio). Los ciegos contra los ciegos: el hombre es el depredador del hombre. Unos pocos alimentándose hasta la saciedad a costa de muchos. La riqueza del mundo en unas cuantas manos, ignorando que, en sentido estricto, nada nos pertenece, porque todo es de todos. Las arcas de los malvados llenas a reventar, mientras los desheredados se ven obligados a buscar la migajas entre la inmundicia. Los ciegos están siempre en guerra, siempre lo han estado.
Por fortuna, si es que en tal circunstancia puede haberla, ocurrió el incendio liberador, ése que les permitió romper los estrechos límites del encierro en el que estaban, pero que los arrojó a la calle con la responsabilidad, humana responsabilidad, de proveerse los medios de subsistencia en el mundo caótico de los ciegos. El manicomio funcionaba como un laberinto “racional”: ahora tendrían que vivir el nuevo laberinto demente de una ciudad de ciegos, es decir, de una sociedad de inhumanos.
Nunca nadie había oído hablar de alguien que se quedase ciego de repente para caer en una blancura insondable que lo cubría todo; todo disuelto en una especie de dimensión desconocida sin direcciones ni puntos de referencia: sin norte, sin brújula, sin alto ni bajo, sin noche ni día, sin cosas y personas que nos rodean y podemos ver para saber que seguimos en el mundo. Una ceguera que, tal vez, lo único que hace es cubrir la apariencia de las cosas, es decir, velar las cosas como nosotros las percibimos, que es nuestra manera de conocer y de ubicarnos en el entorno. Tal vez, sólo tal vez, esta ceguera es un sueño del que pronto se despertará, para darse cuenta de que también la vida –toda la vida– es un sueño. ¿No será tan sólo la ceguera conocida como agnosis, como ceguera psíquica, que nos hace incapaces de reconocer lo que vemos? Quizá el cerebro se ha vuelto impotente para reconocer el mundo circundante, porque ese mundo cada vez se parece menos al mundo que hemos idealizado y soñado.
También puede ser que la ceguera no sea sino la indiferencia con que nos situamos en nuestro mundo; esa indiferencia que nos hace comportarnos como si nuestro mundo humano no nos importase; ese desinterés por la vida de quienes nos rodean: el miedo ancestral de darnos a conocer unos a otros, tal como somos. Acaso esta ceguera nos sirva para algo: darnos cuenta de que estamos aislados por nuestro propio egoísmo; darnos cuenta de que, puesto que nos hemos alejado del mundo, pronto no sabremos bien a bien quiénes somos, a menos de que la ceguera nos permita atravesar la piel visible de las cosas para intuir lo que realmente son, ahora sí interesándonos por todo lo que ocurre a nuestro alrededor, ahora sí capaces de ver a los ojos de los demás, como si estuviéramos viéndoles el alma.
El único aliciente para muchos hombres, para muchos ciegos, es que conservan la capacidad de llorar para redimirse, para darse cuenta de que siguen siendo humanos, para empeñarse en no perderse el respeto a sí mismos, para hacer de las lágrimas un lenguaje universal que no necesite de las palabras. Saber que tenemos palabras de más porque tenemos sentimientos de menos: que las palabras no ahoguen los sentimientos. Que los sentimientos no necesiten de las palabras. O, en todo caso, que las palabras nos sirvan para expresar lo que sentimos, y no sólo lo que sabemos.
Si no nos permiten vivir completamente como personas, debemos luchar para no vivir completamente como bestias. Si quieres ser ciego, lo serás; si quieres ser inhumano, lo serás: ciego por el miedo a proyectar una vida plena, ciego por la indiferencia ante el sufrimiento del mundo; ciego para el amor y para la generosidad, es decir, ciego por egoísmo (que también es una forma del amor, y todos sabemos que el amor es ciego). La ceguera, la verdadera, es vivir en un mundo donde se ha acabado la esperanza, la esperanza de ver realmente, la esperanza de no ser insolidarios e insensibles ante el dolor del prójimo. ¿Qué es el hombre sin esperanza? Un sinsentido. Sin futuro el presente no sirve para nada.
Sin duda toda la obra quiere “abrirnos los ojos” ante la realidad de un mundo deshumanizado. La única persona que conservó la vista, la mujer del médico oftalmólogo, en muchas ocasiones expresó su deseo de perderla, porque la visión del mundo de los ciegos era más fuerte que su capacidad de comprensión (y de compasión). ¿Era esa mujer la única consciente del peligroso camino que había tomado la humanidad ciega? Creo que así es: sólo algunos “visionarios” pueden darse cuenta del desprecio con que hoy tratamos la dignidad humana. En realidad, los personajes del relato no se quedaron ciegos: ellos son los correlatos del hombre moderno, que no se ha quedado ciego, sino que “es” ciego. Peor es no ser ciego y no ver. No vemos la injusticia que se enseñorea en nuestro entorno. No vemos el hambre de la muchedumbre que apenas sobrevive en la más completa indigencia. No queremos ver, porque nos duele darnos cuenta de que todos somos victimarios de de todos, aunque en muchos casos también seamos víctimas de los abusos de otros. No queremos ver porque sabemos que lo poco que nos sobra, a unos mucho, lo hemos hurtado del haber de los demás, los desposeídos. No queremos ver porque sabemos que en el mundo no hay pobres por necesidad, sino empobrecidos por el afán de lucro y poder de unos cuantos que se reparten el mundo sin el menor escrúpulo. No queremos ver el nivel al que hemos devaluado la vida, el amor, la solidaridad.
Cierto que en el relato los ciegos repentinos recuperan también “inexplicablemente” la vista. Y hasta parece que con cierto desencanto, al constatar que nunca la han perdido realmente, sino que desde siempre han sido ciegos. La realidad impone la fuerza de su ser: está ahí, como siempre, con toda su riqueza y con todas sus posibilidades, sólo dependiente de lo que el hombre decida hacer de ella. Y aquí es donde surge la duda: ¿qué debe hacer el hombre para que la realidad responda más a las enormes potencialidades que encierra y ofrece.
Cuando los ojos ya no nos sirven para coordinarnos en nuestro ambiente, cuando las cosas en apariencia triviales nos revelan su verdadero valor (un vaso con agua, la voz de una persona, el gesto desinteresado del ser amado, el respeto por el anciano mermado en sus capacidades), entonces parece que estamos otra vez ante el nacimiento del hombre ideal, el que todos queremos ser, pero no podemos. Son demasiadas las redes que hemos tejido en torno a nuestra vida. Son demasiados los seguros que hemos querido comprar para afianzar una existencia que nos parece, en principio, frágil y desvalida. Y lo es.
Si intentamos obtener una “moraleja” del relato, me parece que el símbolo de la mujer que siempre conservó la vista nos da la medida de lo que debemos ser (y hacer): hombres y mujeres atentos a los que ocurre en nuestro entorno, que no cierran los ojos ante los espectáculos de barbarie que nos empeñamos en montar: guerra, explotación, discriminación. Lo que salva al grupo fue la disposición de la mujer para “ver por los suyos”.
Estar ciegos significa, ni más ni menos, ser incapaces “de ver por los demás”, en el sentido que nosotros le damos a la expresión: ver por los demás es romper el cascarón de nuestro egoísmo, ése que nos impide socorrer al que nos necesita, aconsejar al que nos lo solicita, escuchar al que nos dirige su palabra. Darnos cuenta de que en medio de las vicisitudes de la vida siempre hay alguien que la tiene peor que nosotros, que algo “nuestro” puede servir al otro, que nosotros podemos ser, en un momento, los ojos del otro.
Llama la atención que en el transcurso del relato nunca se rompieron los vínculos humanos convencionales que unían a los personajes: el médico y su esposa, el primer ciego y su esposa, el niño y la joven de las gafas negras. ¿Serán estos vínculos, aunque nacidos de convenciones sociales, los que, en definitiva, permitan que salvemos lo propiamente humano? Y no es que no haya habido ocasiones para que esos lazos sutiles se rompieran (recordemos que el médico tuvo un encuentro íntimo con la joven de las gafas). Lo cierto es que, contra toda esperanza, los lazos se hicieron más fuertes, porque resistieron la prueba de la lealtad interna, la lealtad decidida y querida por uno, no aquélla que nos es impuesta por el miedo o la presión social.
Abramos los ojos, sacudámonos esa “ceguera luminosa” que no nos deja ver las obscuridades del mundo. Las tinieblas también forman parte de la condición humana, pero nuestra tarea no es acentuarlas, sino vencerlas con la luz de la verdad, la justicia, la solidaridad, el amor universal pero encarnado, concretizado en nuestra familia, universidad, ciudad.
No hay ciegos, sino cegueras.

LA FUERZA DE LA RAZÓN


FALLACI, Oriana (2004):
La fuerza de la razón.
El Ateneo,
Buenos Aires,
tr. de José Manuel Vidal,
332 pp.
“Soy una
cristiana atea” (p. 223).
Oriana Fallaci
Esta obra de Oriana Fallaci pretende ser una llamada urgente para que prestemos atención a los que ella llama los “enemigos de nuestra civilización”. Se refiere al avance de la ola musulmana en Europa. Se refiere, principalmente, al terrorismo que los siervos del Islam han promovido y llevan a cabo contra Occidente.
El Profeta del Islam, Mahoma, nació en la Meca ca. 570. Pertenecía a la familia de los Hashim, que hacía remontar sus orígenes hasta Abraham. Alrededor del año 610 Mahoma tuvo su primera revelación, a partir de la cual se constituye el primer grupo de mulsulmanes (muslim: el que entrega su alma a Alá).
El Corán es el libro sagrado que los musulmanes deben recitar. Consta de 114 capítulos (suras o suratas). Está escrito en prosa rimada. Se compuso probablemente entre el 612 y el 632. Analizando el contenido del Corán, se puede descubrir que Mahoma no hizo sino “fundir, alterándolos a menudo y revolviéndolos de manera confusa, elementos judaicos y cristianos del dogma, del culto y de la moral, más algunas reliquias del paganismo árabe.”
[1]
No se puede decir que la violencia y el fundamentalismo procedan directamente del texto sagrado musulmán. Pero es un hecho que esas actitudes son promovidas claramente por los creyentes del Islam, y sobre todo por sus jerarcas. Para ellos, la guerra está inscrita no en la naturaleza humana, sino en la vida misma. Su actitud dogmática, o más bien fanática, hace imposible que alguien pueda expresar nada contra su fe.
“Porque si dices lo que piensas sobre el Vaticano, sobre la Iglesia Católica, sobre el Papa, sobre la Virgen, sobre Jesucristo, sobre los santos, no te pasa nada. Pero si haces lo mismo con el Islam, con el Corán, con Mahoma o con los hijos de Alá, te conviertes en racista y xenófobo y blasfemo y culpable de discriminación racial” (p. 32).
Mientras el Islam despliega su fuerza por todo el mundo, las democracias occidentales se repliegan por temor a parecer autoritarias o represivas. “Mientras Europa se convierfte cada vez más en una provincia del Islam, una colonia del Islam” (p. 39). Desde el 711, año en que los musulmanes cruzaron el estrecho de Gibraltar y se apoderaron de Portugal y España, su oleada invasora no ha cesado. Bajo el mito de la convivencia pacífica, el Islam soguzgó a España por ocho siglos.
Hoy los musulmanes constituyen el grupo étnico y religioso más prolífico del mundo. Este fenómeno es promovido por la poligamia y porque el Corán ve en toda mujer un vientre para dar a luz. La fertilidad islámica es un tabú que nadie se atreve a desafiar. En el último medio siglo los musulmanes han crecido un 235 por ciento (una tasa de crecimiento de entre 4.6 y 6.4 por ciento por año. Con la política del vientre, el Islam lleva adelante el expansionismo musulmán. Mientras que en cada generación los musulmanes se duplican, la población europea con sus políticas anticonceptivas se reduce a la mitad. En Europa la tasa de crecimiento se está aproximando a cero.
En lo político, el Islam es profundamente antidemocrático. “El Islam es una teocracia. La teocracia niega la democracia. Ergo, el Islam está contra la democracia” (p. 65). En manos de esa teocracia, la religión sirve para mantener a los fieles en la ignorancia, privados del conocimiento, con su intelecto agonizante. En el totalitarismo teocrático son los hombres de Dios los que mandan, no los hombres de pensamiento. Los asuntos de Dios y los asuntos del César son la misma cosa.
“He aquí la verdad que los dirigentes siempre han silenciado incluso ocultado como un secreto de Estado, la mayor conjura de la Historia moderna. El más miserable complot que a través de los timos ideológicos, las suciedades culturales, las prostituciones morales, los engaños, nuestro mundo haya producido jamás. Hay la historia de los banqueros que han inventado la farsa de la Unión Europea, de los Papas que han inventado la fábula del Ecumenismo, de los facinerosos que han inventado la mentira del Pacifismo, de los hipócritas que han inventado el fraude del Humanitarismo. Hay la Europa de los jefes de Estado sin honor y sin cerebro, de los políticos sin conciencia y sin inteligencia, de los intelectuales sin dignidad y sin coraje. La Europa enferma, en definitiva. La Europa que se vende como una prostituta a los sultanes, a los califas, a los visires, a los lansquenetes del nuevo Imperio Otomano. Eurabia, en definitiva” (p. 165).
Así se ha dado, cada vez con mayor fuerza, la islamización de Europa. Incluso se han llegado a reivindicar los orígenes islámicos del judaísmo y del cristianismo, lo cual es absolutamente falso. Los árabes han llegado a presentar a Abraham como profeta de Alá y no como padre de la estirpe de Israel; a Jesucristo como un pre-Mahoma fallido. Nadie ha osado contrariarlos.
Algunos orientalistas pro-árabes han llegado a sostener la absoluta superioridad del Islam: la influencia ejercida por los árabes en Occidente –dicen– fue el primer paso para liberar a Europa del Cristianismo. A éste se le presenta como una realidad nefasta, oscura y retrógada, auque todos sabemos, eso sí, que sin el Cristianismo no es posible entender la evolución de Occidente. Atribuir al Islam los méritos de Averroes y Avicena sería como atribuir a la Inquisición los méritos de Galileo. El Islam ha sido siempre enemigo de la razón.
Un aspecto muy conocido del Islam es el trato denigrante hacia las mujeres, a quienes se les obliga a respetar al hombre como a su dueño. Las mujeres, en general, no son libres; es incluso probable que sean consideradas “inferiores” a ciertos animales de utilidad para el trabajo o para el trueque.
¿Y qué decir de la aberrante práctica la la infibulación? Ésta es una práctica común que los musulmanes imponen a las niñas para impedirles que, una vez en edad madura, puedan disfrutar de su sexualidad. La infibulación es un eufemismo para designar lo que nosotros simplemente llamaríamos mutilación o castracion femenina.
Hasta aquí se han expuesto algunas de las principales ideas de Fallaci en torno a lo que ella llama la islamización de Europa.
A continuación se expondrán algunas líneas fundamentales sobre lo que podríamos llamar “la fe” de Fallaci. ¿Es o no Oriana Fallaci una creyente? Si lo es, ¿cuál es su fe?
Nuestra autora se define a sí misma como una “atea cristiana”. No cree en lo que la mayoría denominamos con el término Dios. Para ella, Dios ha sido creado por el hombre, no a la inversa. El hombre, en su impotencia y soledad, ha creado a ese ser superior al que llama Dios. La divinidad personal no es otra cosa que un constructo humano para dar una respuesta al misterio de la existencia, para suavizar las dramáticas preguntas que la vida nos arroja a la cara: ¿quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos?
“Pienso que lo hemos inventado también por la debilidad, es decir, por miedo a vivir y a morir. Vivir es muy difícil, morirse siempre es un disgusto, y la ayuda de un Dios que ayuda a afrontar ambas empresas puede proporcionar un alivio infinito: lo entiendo bien. De hecho envidio a los que creen. A veces hasta me siento celosa. Nunca, sin embargo, hasta el punto de madurar la sospecha y por lo tanto la esperanza de que Dios exista” (p. 224).
En el discurso que sustenta al Cristianismo Fallaci ve un himno a la razón. Ella cree que donde está la razón hay posiblidad de elegir, y donde hay posibilidad de elegir está la libertad. Por eso, también cree que el Cristianismo, y más en concreto la doctrina del Jesús histórico, es un himno a la libertad. El discurso del Cristianismo es, pues, el de Cristo, no el elaborado por las Iglesias Católica, Ortodoxa o Protestante.
“Y, junto al discurso sobre la Razón, la idea de la Vida que no muere es el punto que más me convence” (p. 227)
Para Fallaci no hay duda de que el Cristianismo es la revolución del Alma. Todas las revoluciones que han llegado después son deudoras de la revolución traída por Jesús de Nazareth.
“El cristianismo ha sido la mayor revolución que jamás haya realizado la humanidad. Ninguna otra se le puede comparar. Respecto a ella todas las demás parecen limitadas” (p. 228).
Según las mismas palabras de Fallaci, ella cree en un mundo de la razón:
“Pertenezco a un mundo civilizado, racional. Un mundo que reconoce el libre albedrío. Un mundo que en el centro de la Ética sitúa la Conciencia, el sentido de responsabilidad, el respeto hacia el prójimo, aunque sea un prójimo que no vale un pepino…” (p. 285).
Por último, la advertencia sobre el peligro de renunciar al pensamiento: no podemos continuar en el declive de la inteligencia, sea ésta individual o colectiva. Debemos esforzarnos en razonar, en pensar por nosotros mismos. Es preciso que renunciemos a las decisiones ya tomadas, a los pensamientos ya confeccionados. Nada está más indefenso, nada es más manipulable y moldeable que un cerebro atrofiado.
“Y para sobrevivir nos hace falta la Razón. El raciocinio, el sentido común, la Razón. Por eso esta vez no apelo a la rabia, al orgullo, a la pasión. Esta vez apelo a la Razón…: hay que reencontrar la Fuerza de la Razón” (p. 329).
[1] MARTÍNEZ, José Luis (1988): Persia y el Islam. Colecc. El mundo antiguo, t. V, S.E.P. México, p. 104.

EDUCACIÓN EN LÍNEA

La educación en línea y a distancia: ¿opción educativa real?
Las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC) han transformado nuestras vidas en todos los órdenes, desde el doméstico hasta el académico, cultural y empresarial.
Los paradigmas de la educación tradicional, centrada más o menos en el docente, cedieron ante los impulsos de la educación centrada en el aprendizaje: en ésta, lo importante es construir el conocimiento en forma colaborativa; los docentes ya no se consideran poseedores y dispensadores de la única verdad; los discentes o alumnos son los principales responsables de su formación intelectual, afectiva y moral. No se trata ya, por otra parte, sólo de transmitir contenidos cognitivos: se busca también y fundamentalmente adquirir destrezas, habilidades, actitudes y metodologías que permitan al discente integrarse ventajosamente en el mundo laboral.
Muchos han sido los intentos, ensayos y errores para llevar la educación a una mayor cantidad de destinatarios. Muchos han sido también los recursos invertidos para lograr que la educación mejore no sólo sus aspectos cuantitativos, sino más aún los cualitativos.
En México, en la década de los 70’s, el Instituto Nacional para la Educación de los Adultos (INEA) intentó escolarizar al mayor número de personas mediantes programas de educación abierta, es decir, no sujeta a espacios y horarios rígidos. Sin duda, los resultados no fueron tan buenos como se habían previsto, pero muchos mexicanos y mexicanas tuvieron la oportunidad de completar sus ciclos de Primaria y Secundaria y, lo más importante, se sintieron integrados a la corriente de modernización que el país experimentaba.
Tras los grandes esfuerzos oficiales por escolarizar a los ciudadanos mexicanos, hubo también la intención de ofrecer educación a distancia, sobre todo a partir de la década de los 90’s. Las Instituciones privadas y públicas de educación superior asumieron el compromiso y el riesgo de escolarizar de manera no presencial.
En el caso concreto de la Universidad Nacional Autónoma de México, la Coordinación de la Universidad Abierta y Educación a Distancia empezó a impulsar los llamados Centros de Alta Tecnología y Educación a Distancia (CATED). La experiencia ha sido muy positiva, aunque las carencias materiales y operativas siguen siendo grandes. La oferta profesional todavía es reducida, pero en el horizonte parece dibujarse un mejor futuro para este tipo de centros de autogestión del proceso de enseñanza- aprendizaje.
La viabilidad de la educación a distancia y en línea ha dejado de ser un tema de discusión. Las modalidades son viables y representan opciones reales para acercar la educación superior a amplios sectores de la población que, por las circunstancias más diversas, han tenido que interrumpir su proceso educativo. En realidad, estas modalidades son cada vez mejor entendidas por los docentes y los alumnos.
En el fondo, los problemas tienen más relación con la llamada brecha digital que con el sistema en sí: muchos usuarios del estudio en línea a veces no disponen de un ordenador personal. Dependen de servicios públicos que fijan horarios y precios poco accesibles para quienes necesitan disponer de 2 horas o más de conexión on-line. Desafortunadamente, la mayoría de los hogares mexicanos no cuentan con una conexión a Internet. Los proveedores de este servicio son pocos y, como no hay una competencia real por el mercado, las tarifas siguen siendo muy gravosas.
Los esfuerzos de las Instituciones por concentrar a los destinatarios en un lugar y en horarios previstos, quita a la educación en línea una de sus virtudes principales: propiciar que el proceso de enseñanza-aprendizaje se lleve a cabo en los tiempos y condiciones que fije el destinatario.
La experiencia personal del autor de estas líneas ha sido sumamente satisfactoria. Habiendo intentado en el pasado cursar la carrera de Filosofía en el sistema abierto, pronto aparecieron las dificultades propias de la educación presencial: traslados, costos, tiempos, cansancio.
La educación en línea o e-learning, por fin, permitió a quien esto escribe ir avanzando en la carrera de Ciencias de la Comunicación a un ritmo compatible con las actividades familiares y profesionales. Las exigencias no han sido escasas: es necesario adquirir la disciplina suficiente para hacer las lecturas obligatorias en los tiempos adecuados; es imprescindible programar los tiempos para elaborar ensayos, mapas conceptuales, resúmenes y reportes de lectura; es inevitable rescatar los tiempos muertos para hacer lecturas analíticas de los contenidos de todas las materias. En la base de todo: una buena planeación. La dificultad siempre latente: la falta de materiales de lectura accesibles y oportunos.
La educación en línea puede considerarse ya con derecho de ciudadanía en la sociedad del conocimiento. Las instituciones y las personas irán adecuando el modelo para hacerlo idóneo y para que responda cada vez mejor a las aspiraciones de quienes quieren hacer del aprendizaje una práctica de toda la vida. La virtualización de la sociedad del conocimiento parece que apunta en ese sentido: también la educación, como las empresas, debe desterritorializarse, es decir, no debe depender de lugares y tiempos rígidamente programados.
La educación a distancia, en su modalidad en línea, ayudará a los países en desarrollo a ingresar en la sociedad del conocimiento en igualdad de circunstancias con respecto a los países desarrollados. Para que esto se logre será necesario enriquecer el modelo con las experiencias más exitosas de las distintas instituciones y personas.
Sin duda, muchas instituciones de educación superior del sector privado han visto en la educación en línea sólo una nueva oportunidad de ingresos económicos. Tales instituciones ofrecen carreras muy relacionadas con los asuntos administrativos y financieros. Como quiera, los destinatarios de esas ofertas son una minoría privilegiada de México. Los costos por cursos de grado y posgrado son prohibitivos para el 90% de los mexicanos.
Las instituciones públicas, comprometidas con el progreso de las mayorías de México, deberán seguir ofreciendo a distancia y en línea las carreras y disciplinas de las áreas naturales, humanísticas y sociales que mejor convengan a los intereses del desarrollo sustentable. Así sea, por el bien de México.

LECTURA DE LOS MEDIOS

LA LECTURA CRÍTICA DE LOS MEDIOS: LOS MENSAJES PERIODÍSTICOS

Resumen preparado por José Martín García



Los mensajes periodísticos se caracterizan por:

– su heterogeneidad,
– la utilización de códigos diversos y
– la gran variedad de sus contenidos.

La heterogeneidad

En un periódico, por ejemplo, podemos encontrar:

• Distintos tipos de códigos.
• Distintos niveles del lenguaje, desde el más culto al más coloquial.
• Contenidos muy variados que remiten a referentes diversos.

La utilización de distintos tipos de códigos.

En un periódico encontramos signos de distintos tipos de códigos, que determinan una forma de lectura diferente en cada caso:

El código lingüístico: se lee linealmente. En el periódico aparecen textos muy variados: informativos, de opinión, publicitarios, literarios, etc.

El código paralingüístico: es el de la tipografía y otros recursos de la diagramación. Se leen linealmente - por ejemplo, los titulares - y no linealmente, por ejemplo, un recuadro. La utilización generalizada del ordenador y la infografía en el diseño y composición de periódicos ha multiplicado el número de elementos gráficos y tipográficos.

Algunos de los elementos paralingüísticos que podemos encontrar más frecuentemente en un diario son los siguientes:

Cabecera: es el logotipo con el nombre del periódico que aparece en la portada.
Titulares: como sabes, son las frases que encabezan los textos periodísticos y destacan lo más llamativo e importante. Van en letras más grandes y se componen de antetítulo, título y subtítulo.
Ladillos: son pequeños títulos que se introducen en el texto para facilitar la lectura cuando éste es extenso.
Columnas: son las partes en las que se distribuye el texto en las hojas del periódico, generalmente son cuatro o cinco. Se llama columna de entrada a la de la izquierda y columna de salida a la de la derecha.
Corondel: es una línea vertical que separa las columnas. Cuando esta línea no existe o es un "pasillo" en blanco se denomina corondel ciego o medianilla.
Pleca: línea horizontal fina que se suele utilizar para separar titulares de una misma información, o para distinguir informaciones distintas que van en la misma columna.
Filete: línea horizontal, más gruesa que la pleca.
Recuadro: es un recurso de diseño que sirve para destacar una información
Orla: elemento ornamental que los periódicos emplean con suma discreción, especialmente en la publicidad.

El código icónico: es el de las fotografías, las tiras cómicas y todos los géneros periodísticos visuales. No se lee linealmente, sino de forma global, de un golpe de vista.

La fotografía periodística se puede manipular fácilmente con los modernos sistemas técnicos: se puede recortar, modificar el color, borrar elementos que no gustan al editor del periódico, etc. Unas veces esta manipulación es inofensiva; en otras ocasiones, tiene una determinada finalidad que está relacionada con la ideología del periódico. Suele ser significativa la elección sistemática de imágenes poco agraciadas de una misma persona, la exclusión o la insistencia en la aparición de un líder político en un medio, etc.

Los signos de estos tres tipos de códigos se organizan y combinan en las páginas del diario, que se convierte así en una unidad significativa en la cual los distintos elementos se complementan o contraponen: en algunas ocasiones los textos opinan sobre las fotografías que aparecen o una noticia se comenta con otras noticias que la acompañan.

La variedad de contenidos.

Los mensajes periodísticos se caracterizan, además, por la gran variedad de contenidos y de referentes. En un periódico podemos encontrar textos informativos de diversas clases, textos de opinión, publicitarios, etc. Esta diversidad determina la multiplicidad de temas y registros idiomáticos, así como la presencia de diferentes estilos (informativo, de opinión y ameno) y distintos géneros periodísticos (crónica, reportaje, artículo de fondo, entrevista, columna, ensayo-reportaje, etc.).

SÓLO VINE A HABLAR POR TELÉFONO

Sólo vine a hablar por teléfono
Gabriel García Márquez
Una tarde de lluvias primaverales, cuando viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un coche alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una avería en el desierto de los Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años antes había tenido un cierto nombre como artista de variedades. Estaba casada con un prestidigitador de salón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora de señas desesperadas a los automóviles y camiones de carga que pasaban raudos en la tormenta, el conductor de un autobús destartalado se compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no iba muy lejos.
- No importa -dijo María-. Lo único que necesito es un teléfono.
Era cierto, y sólo lo necesitaba para prevenir a su marido de que no llegaría antes de las siete de la noche. Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de estudiante y los zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdida por el percance que olvidó llevarse las llaves del automóvil. Una mujer que viajaba junto al conductor, de aspecto militar pero de maneras dulces, le dio una toalla y una manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de secarse a medias, María se sentó, se envolvió en la manta, y trató de encender un cigarrillo, pero los fósforos estaban mojados. La vecina del asiento le dio fuego y le pidió un cigarrillo de los pocos que le quedaban secos. Mientras fumaban, María cedió a las ansias de desahogarse, y su voz resonó más que la lluvia o el traqueteo del autobús. La mujer la interrumpió con el índice en los labios.
- Están dormidas -murmuró.
María miró por encima del hombro, y vio que el autobús estaba ocupado por mujeres de edades inciertas y condiciones distintas, que dormían arropadas con mantas iguales a la suya. Contagiada por su placidez, María se enroscó en el asiento y se abandonó al rumor de la lluvia. Cuando se despertó era de noche y el aguacero se había disuelto en un sereno helado. No tenía la menor idea de cuánto tiempo había dormido ni en qué lugar del mundo se encontraban. Su vecina de asiento tenía una actitud de alerta.
- ¿Dónde estamos? -le preguntó María.
- Hemos llegado -contestó la mujer.
El autobús estaba entrando en el patio empedrado de un edificio enorme y sombrío que parecía un viejo convento en un bosque de árboles colosales. Las pasajeras, alumbradas apenas por un farol del patio, permanecieron inmóviles hasta que la mujer de aspecto militar las hizo descender con un sistema de órdenes primarias, como en un parvulario. Todas eran mayores, y se movían con tal parsimonia que parecían imágenes de un sueño. María, la última en descender, pensó que eran monjas. Lo pensó menos cuando vio a varias mujeres de uniforme que las recibieron a la puerta del autobús, y que les cubrían la cabeza con las mantas para que no se mojaran, y las ponían en fila india, dirigiéndolas sin hablarles, con palmadas rítmicas y perentorias. Después de despedirse de su vecina de asiento María quiso devolverle la manta, pero ella le dijo que se cubriera la cabeza para atravesar el patio, y la devolviera en portería.
- ¿Habrá un teléfono? -le preguntó María.
- Por supuesto -dijo la mujer-. Ahí mismo le indican.
Le pidió a María otro cigarrillo, y ella le dio el resto del paquete mojado. "En el camino se secan", le dijo. La mujer le hizo un adiós con la mano desde el estribo, y casi le gritó "Buena suerte". El autobús arrancó sin darle tiempo de más.
María empezó a correr hacia la entrada del edificio. Una guardiana trató de detenerla con una palmada enérgica, pero tuvo que apelar a un grito imperioso: "¡Alto he dicho!". María miró por debajo de la manta, y vio unos ojos de hielo y un índice inapelable que le indicó la fila. Obedeció. Ya en el zaguán del edificio se separó del grupo y preguntó al portero dónde había un teléfono. Una de las guardianas la hizo volver a la fila con palmaditas en la espalda, mientras le decía con modos dulces:
- Por aquí, guapa, por aquí hay un teléfono.
María siguió con las otras mujeres por un corredor tenebroso, y al final entró en un dormitorio colectivo donde las guardianas recogieron las cobijas y empezaron a repartir las camas. Una mujer distinta, que a María le pareció más humana y de jerarquía más alta, recorrió la fila comparando una lista con los nombres que las recién llegadas tenían escritos en un cartón cosido en el corpiño. Cuando llegó frente a María se sorprendió de que no llevara su identificación.
- Es que yo sólo vine a hablar por teléfono -le dijo María.
Le explicó a toda prisa que su automóvil se había descompuesto en la carretera. El marido, que era mago de fiestas, estaba esperándola en Barcelona para cumplir tres compromisos hasta la media noche, y quería avisarle de que no estaría a tiempo para acompañarlo. Iban a ser las siete. Él debía salir de la casa dentro de diez minutos, y ella temía que cancelara todo por su demora. La guardiana pareció escucharla con atención.
- ¿Cómo te llamas? -le preguntó.
María le dijo su nombre con un suspiro de alivio, pero la mujer no lo encontró después de repasar la lista varias veces. Se lo preguntó alarmada a una guardiana, y ésta, sin nada que decir, se encogió de hombros.
- Es que yo sólo vine a hablar por teléfono -dijo María.
- De acuerdo, maja -le dijo la superiora, llevándola hacia su cama con una dulzura demasiado ostensible para ser real-, si te portas bien podrás hablar por teléfono con quien quieras. Pero ahora no, mañana.

Algo sucedió entonces en la mente de María que le hizo entender por qué las mujeres del autobús se movían como en el fondo de un acuario. En realidad estaban apaciguadas con sedantes, y aquel palacio en sombras, con gruesos muros de cantería y escaleras heladas, era en realidad un hospital de enfermas mentales. Asustada, escapó corriendo del dormitorio, y antes de llegar al portón una guardiana gigantesca con un mameluco de mecánico la atrapó de un zarpazo y la inmovilizó en el suelo con una llave maestra. María la miró de través paralizada por el terror.
- Por el amor de Dios -dijo-. Le juro por mi madre muerta que sólo vine a hablar por teléfono.
Le bastó con verle la cara para saber que no había súplica posible ante aquella energúmena de mameluco a quien llamaban Herculina por su fuerza descomunal. Era la encargada de los casos difíciles, y dos reclusas habían muerto estranguladas con su brazo de oso polar adiestrado en el arte de matar por descuido. El primer caso se resolvió como un accidente comprobado. El segundo fue menos claro, y Herculina fue amonestada y advertida de que la próxima vez sería investigada a fondo. La versión corriente era que aquella oveja descarriada de una familia de apellidos grandes tenía una turbia carrera de accidentes dudosos en varios manicomios de España.
Para que María durmiera la primera noche, tuvieron que inyectarle un somnífero. Antes de amanecer, cuando la despertaron las ansias de fumar, estaba amarrada por las muñecas y los tobillos en las barras de la cama. Nadie acudió a sus gritos. Por la mañana, mientras el marido no encontraba en Barcelona ninguna pista de su paradero, tuvieron que llevarla a la enfermería, pues la encontraron sin sentido en un pantano de sus propias miserias.
No supo cuánto tiempo había pasado cuando volvió en sí. Pero entonces el mundo era un remanso de amor, y estaba frente a su cama un anciano monumental, con una andadura de plantígrado y una sonrisa sedante, que con dos pases maestros le devolvió la dicha de vivir. Era el director del sanatorio.
Antes de decirle nada, sin saludarlo siquiera, María le pidió un cigarrillo. Él se lo dio encendido, y le regaló el paquete casi lleno. María no pudo reprimir el llanto.
- Aprovecha ahora para llorar cuanto quieras -le dijo el médico, con voz adormecedora-. No hay mejor remedio que las lágrimas.
María se desahogó sin pudor, como nunca logró hacerlo con sus amantes casuales en los tedios de después del amor. Mientras la oía, el médico la peinaba con los dedos, le arreglaba la almohada para que respirara mejor, la guiaba por el laberinto de su incertidumbre con una sabiduría y una dulzura que ella no había soñado jamás. Era, por primera vez en su vida, el prodigio de ser comprendida por un hombre que la escuchaba con toda el alma sin esperar la recompensa de acostarse con ella. Al cabo de una hora larga, desahogada a fondo, le pidió autorización para hablarle por teléfono a su marido.
El médico se incorporo con toda la majestad de su rango. "Todavía no, reina", le dijo, dándole en la mejilla la palmadita más tierna que había sentido nunca. "Todo se hará a su tiempo". Le hizo desde la puerta una bendición episcopal, y desapareció para siempre.

- Confía en mí -le dijo.
Esa misma tarde María fue inscrita en el asilo con un número de serie, y con un comentario superficial sobre el enigma de su procedencia y las dudas sobre su identidad. Al margen quedó una calificación escrita de puño y letra del director: agitada.
Tal como María lo había previsto, el marido salió de su modesto apartamento del barrio de Horta con media hora de retraso para cumplir los tres compromisos. Era la primera vez que ella no llegaba a tiempo en casi dos años de una unión libre bien concertada, y él entendió el retraso por la ferocidad de las lluvias que asolaron la provincia aquel fin de semana. Antes de salir dejó un mensaje clavado en la puerta con el itinerario de la noche.
En la primera fiesta, con todos los niños disfrazados de canguro, prescindió del truco estelar de los peces invisibles porque no podía hacerlo sin la ayuda de ella. El segundo compromiso era en casa de una anciana de noventa y tres años, en silla de ruedas, que se preciaba de haber celebrado cada uno de sus últimos treinta cumpleaños con un mago distinto. Él estaba tan contrariado con la demora de María, que no pudo concentrarse en las suertes más simples. El tercer compromiso era el de todas las noches en un café concierto de las Ramblas, donde actuó sin inspiración para un grupo de turistas franceses que no pudieron creer lo que veían porque se negaban a creer en la magia. Después de cada representación llamó por teléfono a su casa, y esperó sin ilusiones a que María le contestara. En la última ya no pudo reprimir la inquietud de que algo malo había ocurrido.
De regreso a casa en la camioneta adaptada para las funciones públicas vio el esplendor de la primavera en las palmeras del Paseo de Gracia, y lo estremeció el pensamiento aciago de cómo podía ser la ciudad sin María. La última esperanza se desvaneció cuando encontró su recado todavía prendido en la puerta. Estaba tan contrariado, que se le olvidó darle la comida al gato.
Sólo ahora que lo escribo caigo en la cuenta de que nunca supe cómo se llamaba en realidad, porque en Barcelona sólo lo conocíamos con su nombre profesional: Saturno el Mago. Era un hombre de carácter raro y con una torpeza social irremediable, pero el tacto y la gracia que le hacían falta le sobraban a María. Era ella quien lo llevaba de la mano en esta comunidad de grandes misterios, donde a nadie se le hubiera ocurrido llamar a nadie por teléfono después de la media noche para preguntar por su mujer. Saturno lo había hecho de recién venido y no quería recordarlo. Así que esa noche se conformó con llamar a Zaragoza, donde una abuela medio dormida le contestó sin alarma que María había partido después del almuerzo. No durmió más de una hora al amanecer. Tuvo un sueño cenagoso en el cual vio a María con un vestido de novia en piltrafas y salpicado de sangre, y despertó con la certidumbre pavorosa de que había vuelto a dejarlo solo, y ahora para siempre, en el vasto mundo sin ella.
Lo había hecho tres veces con tres hombres distintos, incluso él, en los últimos cinco años. Lo había abandonado en Ciudad de México a los seis meses de conocerse, cuando agonizaban de felicidad con un amor demente en un cuarto de servicio de la colonia Anzures. Una mañana María no amaneció en la casa después de una noche de abusos inconfesables. Dejó todo lo que era suyo, hasta el anillo de su matrimonio anterior, y una carta en la cual decía que no era capaz de sobrevivir al tormento de aquel amor desatinado. Saturno pensó que había vuelto con su primer esposo, un condiscípulo de la escuela secundaria con quien se casó a escondidas siendo menor de edad, y al cual abandonó por otro al cabo de dos años sin amor. Pero no: había vuelto a casa de sus padres, y allí fue Saturno a buscarla a cualquier precio. Le rogó sin condiciones, le prometio mucho más de lo que estaba resuelto a cumplir, pero tropezó con una determinación invencible. "Hay amores cortos y hay amores largos", le dijo ella. Y concluyó sin misericordia: "Este fue corto". Él se rindió ante su rigor. Sin embargo, una madrugada de Todos los Santos, al volver a su cuarto de huérfano después de casi un año de olvido, la encontró dormida en el sofá de la sala con la corona de azahares y la larga cola de espuma de las novias vírgenes.
María le contó la verdad. El nuevo novio, viudo, sin hijos, con la vida resuelta y la disposición de casarse para siempre por la iglesia católica, la había dejado vestida y esperando en el altar. Sus padres decidieron hacer la fiesta de todos modos. Ella siguió el juego. Bailó, cantó con los mariachis, se pasó de tragos, y en un terrible estado de remordimientos tardíos se fue a la media noche a buscar a Saturno.
No estaba en casa, pero encontró las llaves en la maceta de flores del corredor, donde las escondieron siempre. Esta vez fue ella quien se le rindió sin condiciones. "¿Y ahora hasta cuando?", le preguntó él. Ella le contestó con un verso de Vinicius de Moraes: "El amor es eterno mientras dura". Dos años después, seguía siendo eterno.
María pareció madurar. Renunció a sus sueños de actriz y se consagró a él, tanto en el oficio como en la cama. A finales del año anterior habían asistido a un congreso de magos en Perpignan, y de regreso conocieron Barcelona. Les gustó tanto que llevaban ocho meses aquí, y les iba tan bien, que habían comprado un apartamento en el muy catalán barrio de Horta, ruidoso y sin portero, pero con espacio de sobra para cinco hijos. Había sido la felicidad posible, hasta el fin de semana en que ella alquiló un automóvil y se fue a visitar a sus parientes de Zaragoza con la promesa de volver a las siete de la noche del lunes. Al amanecer del jueves, todavía no había dado señales de vida.
El lunes de la semana siguiente la compañía de seguros del automóvil alquilado llamó por teléfono a casa para preguntar por María. "No sé nada", dijo Saturno. "Búsquenla en Zaragoza". Colgó. Una semana después un policía civil fue a su casa con la noticia de que habían hallado el automóvil en los puros huesos, en un atajo cerca de Cádiz, a novecientos kilómetros del lugar donde María lo abandonó. El agente quería saber si ella tenía más detalles del robo. Saturno estaba dándole de comer al gato, y apenas si lo miró para decirle sin más vueltas que no perdieran el tiempo, pues su mujer se había fugado de la casa y él no sabía con quién ni para dónde. Era tal su convicción, que el agente se sintió incómodo y le pidió perdón por sus preguntas. El caso se declaró cerrado.
El recelo de que María pudiera irse otra vez había asaltado a Saturno por Pascua Florida en Cadaqués, adonde Rosa Regás los habían invitado a navegar a vela. Estábamos en el Marítim, el populoso y sórdido bar de la gauche divine en el crepúsculo del franquismo, alrededor de una de aquellas mesas de hierro con sillas de hierro donde sólo cabíamos seis a duras penas y nos sentábamos veinte. Después de agotar la segunda cajetilla de cigarrillos de la jornada, María se encontró sin fósforos. Un brazo escuálido de vellos viriles con una esclava de bronce romano se abrió paso entre el tumulto de la mesa, y le dio fuego. Ella lo agradeció sin mirar a quién, pero Saturno el Mago lo vio. Era un adolescente óseo y lampiño, de una palidez de muerto y una cola de caballo muy negra que le daba a la cintura. Los cristales del bar soportaban apenas la furia de la tramontana de primavera, pero él iba vestido con una especie de pijama callejero de algodón crudo, y unas albarcas de labrador.
No volvieron a verlo hasta fines del otoño, en un hostal de mariscos de La Barceloneta, con el mismo conjunto de zaraza ordinaria y una larga trenza en vez de la cola de caballo. Los saludó a ambos como a viejos amigos, y por el modo como besó a María, y por el modo como ella le correspondió, a Saturno lo fulminó la sospecha de que habían estado viéndose a escondidas. Días después encontró por casualidad un nombre nuevo y un número de teléfono escritos por María en el directorio doméstico, y la inclemente lucidez de los celos le reveló de quién eran. El prontuario social del intruso acabó de rematarlo: veintidós años, hijo único de ricos, decorador de vitrinas de moda, con una fama fácil de bisexual y un prestigio bien fundado como consolador de alquiler de señoras casadas. Pero logró sobreponerse hasta la noche en que María no volvió a casa. Entonces empezó a llamarlo por teléfono todos los días, primero cada dos o tres horas, desde las seis de la mañana hasta la madrugada siguiente, y después cada vez que encontraba un teléfono a la mano. El hecho de que nadie contestara aumentaba su martirio.
Al cuarto día le contestó una andaluza que sólo iba a hacer la limpieza. "El señorito se ha ido", le dijo, con suficiente vaguedad para enloquecerlo. Saturno no resistió la tentación de preguntarle si por casualidad no estaba ahí la señorita María.
- Aquí no vive ninguna María -le dijo la mujer-. El señorito es soltero.
- Ya lo sé - le dijo él -. No vive, pero a veces va. ¿O no?
La mujer se encabritó.
- ¿Pero quién coño habla ahí?
Saturno colgó. La negativa de la mujer le pareció una confirmación más de lo que ya no era para él una sospecha sino una certidumbre ardiente. Perdió el control. En los días siguientes llamó por orden alfabético a todos los conocidos de Barcelona. Nadie le dio razón, pero cada llamada le agravó la desdicha, porque sus delirios de celos eran ya célebres entre los trasnochadores impenitentes de la gauche divine, y le contestaban con cualquier broma que lo hiciera sufrir. Sólo entonces comprendió hasta qué punto estaba solo en aquella ciudad hermosa, lunática e impenetrable, en la que nunca sería feliz. Por la madrugada, después de darle de comer al gato, se apretó el corazón para no morir, y tomó la determinación de olvidar a María.
A los dos meses, María no se había adaptado aún a la vida del sanatorio. Sobrevivía picoteando apenas la pitanza de cárcel con los cubiertos encadenados al mesón de madera bruta, y la vista fija en la litografía del general Francisco Franco que presidía el lúgubre comedor medieval. Al principio se resistía a las horas canónicas con su rutina bobalicona de maitines, laudes, vísperas, y otros oficios de iglesia que ocupaban la mayor parte del tiempo. Se negaba a jugar a la pelota en el patio de recreo, y a trabajar en el taller de flores artificiales que un grupo de reclusas atendía con una diligencia frenética. Pero a partir de la tercera semana fue incorporándose poco a poco a la vida del claustro. A fin de cuentas, decían los médicos, así empezaban todas, y tarde o temprano terminaban por integrarse a la comunidad.
La falta de cigarrillos, resuelta en los primeros días por una guardiana que se los vendía a precio de oro, volvió a atormentarla cuando se le agotó el poco dinero que llevaba. Se consoló después con los cigarrillos de papel periódico que algunas reclusas fabricaban con las colillas recogidas de la basura, pues la obsesión de fumar había llegado a ser tan intensa como la del teléfono. Las pesetas exiguas que se ganó más tarde fabricando flores artificiales le permitieron un alivio efímero.
Lo más duro era la soledad de las noches. Muchas reclusas permanecían despiertas en la penumbra, como ella, pero sin atreverse a nada, pues la guardiana nocturna velaba también el portón cerrado con cadena y candado. Una noche, sin embargo, abrumada por la pesadumbre, María preguntó con voz suficiente para que le oyera su vecina de cama:
- ¿Dónde estamos?
La voz grave y lúcida de la vecina le contestó:
- En los profundos infiernos.
- Dicen que ésta es tierra de moros -dijo otra voz distante que resonó en el ámbito del dormitorio-. Y debe ser cierto, porque en verano, cuando hay luna, se oyen los perros ladrándole a la mar.
Se oyó la cadena en las argollas como un ancla de galeón, y la puerta se abrió. La cancerbera, el único ser que parecía vivo en el silencio instantáneo, empezó a pasearse de un extremo al otro del dormitorio. María se sobrecogió, y sólo ella sabía por qué.
Desde su primera semana en el sanatorio, la vigilante nocturna le había propuesto sin rodeos que durmiera con ella en el cuarto de guardia. Empezó con un tono de negocio concreto: trueque de amor por cigarrillos, por chocolates, por lo que fuera. "Tendrás todo", le decía, trémula. "Serás la reina". Ante el rechazo de María, la guardiana cambió de método. Le dejaba papelitos de amor debajo de la almohada, en los bolsillos de la bata, en los sitios menos pensados. Eran mensajes de un apremio desgarrador capaz de estremecer a las piedras. Hacía más de un mes que parecía resignada a la derrota, la noche en que se promovió el incidente en el dormitorio.
Cuando estuvo convencida de que todas las reclusas dormían, la guardiana se acercó a la cama de María, y murmuró en su oído toda clase de obscenidades tiernas, mientras le besaba la cara, el cuello tenso de terror, los brazos yermos, las piernas exhaustas. Por último, creyendo tal vez que la parálisis de María no era de miedo sino de complacencia, se atrevió a ir más lejos. María le soltó entonces un golpe con el revés de la mano que la mandó contra la cama vecina. La guardiana se incorporó furibunda en medio del escándalo de las reclusas alborotadas.
- Hija de puta -gritó-. Nos pudriremos juntas en este chiquero hasta que te vuelvas loca por mí.
El verano llegó sin anunciarse el primer domingo de junio, y hubo que tomar medidas de emergencia, porque las reclusas sofocadas empezaban a quitarse durante la misa los balandranes de estameña. María asistió divertida al espectáculo de las enfermas en pelota que las guardianas correteaban por las naves como gallinas ciegas. En medio de la confusión, trató de protegerse de los golpes perdidos, y sin saber cómo se encontró sola en una oficina abandonada y con un teléfono que repicaba sin cesar con un timbre de súplica. María contestó sin pensarlo, y oyó una voz lejana y sonriente que se entretenía imitando el servicio telefónico de la hora:
- Son las cuarenta y cinco horas, noventa y dos minutos y ciento siete segundos
- ¡Maricón! -dijo María
Colgó divertida. Ya se iba, cuando cayó en la cuenta de que estaba dejando escapar una ocasión irrepetible. Entonces marcó seis cifras, con tanta tensión y tanta prisa, que no estuvo segura de que fuese el número de su casa. Esperó con el corazón desbocado, oyó el timbre, una vez, dos veces, tres veces, y oyó por fin la voz del hombre de su vida en la casa sin ella.
- ¿Bueno?
Tuvo que esperar a que se le pasara la pelota de lágrimas que se le formó en la garganta.
- Conejo, vida mía -suspiró.
Las lágrimas la vencieron. Al otro lado de la línea hubo un breve silencio de espanto, y una voz enardecida por los celos escupió la palabra:
- ¡Puta! Y colgó en seco.
Esa noche, en un ataque frenético, María descolgó en el refectorio la litografía del generalísimo, la arrojó con todas sus fuerzas contra el vitral del jardín, y se derrumbó bañada en sangre. Aún le sobró rabia para enfrentarse a golpes con los guardianes que trataban de someterla, sin lograrlo, hasta que vio a Herculina plantada en el vano de la puerta, con los brazos cruzados mirándola. Se rindió. No obstante, la arrastraron hasta el pabellón de las locas furiosas, la aniquilaron con una manguera de agua helada, y le inyectaron trementina en las piernas. Impedida para caminar por la inflamación provocada, María se dio cuenta de que no había nada en el mundo que no fuera capaz de hacer por escapar de aquel infierno. La semana siguiente, ya de regreso al dormitorio común, se levantó de puntillas y tocó en la celda de la guardiana nocturna.
El precio de María, exigido por ella de antemano, fue llevarle un mensaje a su marido. La guardiana aceptó, siempre que el trato se mantuviera en secreto absoluto. Y la apuntó con un índice inexorable.
- Si alguna vez se sabe, te mueres.
Así que Saturno el Mago fue al sanatorio de locas el sábado siguiente, con la camioneta de circo preparada para celebrar el regreso de María. El director en persona lo recibió en su oficina, tan limpia y ordenada como un barco de guerra, y le hizo un informe afectuoso sobre el estado de su esposa. Nadie sabía de dónde llegó, ni cómo ni cuándo, pues el primer dato de su ingreso era en el registro oficial dictado por él cuando la entrevistó. Una investigación iniciada ese mismo día no había concluido nada. En todo caso, lo que más intrigaba al director era cómo supo Saturno el paradero de su esposa. Saturno protegió a la guardiana.
- Me lo informó la compañía de seguros del coche -dijo.
El director asintió complacido. "No sé cómo hacen los seguros para saberlo todo", dijo. Le dio una ojeada al expediente que tenía sobre su escritorio de asceta, y concluyó:

- Lo único cierto es la gravedad de su estado.
Estaba dispuesto a autorizarle una visita con las precauciones debidas si Saturno el Mago le prometía, por el bien de su esposa, ceñirse a la conducta que él le indicaba. Sobre todo en la manera de tratarla, para evitar que recayera en uno de sus arrebatos de furia cada vez más frecuentes y peligrosos.
- Es raro -dijo Saturno-. Siempre fue de genio fuerte, pero de mucho dominio.
El médico hizo un ademán de sabio. "Hay conductas que permanecen latentes durante muchos años, y un día estallan", dijo. "Con todo, es una suerte que haya caído por aquí, porque somos especialistas en casos que requieren mano dura". Al final hizo una advertencia sobre la rara obsesión de María por el teléfono.
- Sígale la corriente -dijo.
- Tranquilo, doctor -dijo Saturno con un aire alegre-. Es mi especialidad.
La sala de visitas, mezcla de cárcel y confesionario, era un antiguo locutorio del convento. La entrada de Saturno no fue la explosión de júbilo que ambos hubieran podido esperar. María estaba de pie en el centro del salón, junto a una mesita con dos sillas y un florero sin flores. Era evidente que estaba lista para irse, con su lamentable abrigo color fresa y unos zapatos sórdidos que le habían dado de caridad. En un rincón, casi invisible, estaba Herculina con los brazos cruzados. María no se movió al ver entrar al esposo ni asomó emoción alguna en la cara todavía salpicada por los estragos del vitral. Se dieron un beso de rutina.
- ¿Cómo te sientes? -le preguntó él.
- Feliz de que al fin hayas venido, conejo -dijo ella-. Esto ha sido la muerte.
No tuvieron tiempo de sentarse. Ahogándose en lágrimas, María le contó las miserias del claustro, la barbarie de las guardianas, la comida de perros, las noches interminables sin cerrar los ojos por el terror.
- Ya no sé cuántos días llevo aquí, o meses o años, pero sé que cada uno ha sido peor que el otro -dijo, y suspiró con el alma-: Creo que nunca volveré a ser la misma.
- Ahora todo eso pasó -dijo él, acariciándole con la yema de los dedos las cicatrices recientes de la cara-. Yo seguiré viniendo todos los sábados. Y más si el director me lo permite. Ya verás que todo va a salir muy bien.
Ella fijó en los ojos de él sus ojos aterrados. Saturno intentó sus artes de salón. Le contó, en el tono pueril de las grandes mentiras, una versión dulcificada de los propósitos del médico. "En síntesis", concluyó, "aún te faltan algunos días para estar recuperada por completo". María entendió la verdad.
- ¡Por Dios, conejo! -dijo atónita-. ¡No me digas que tú también crees que estoy loca!
- ¡Cómo se te ocurre! -dijo él, tratando de reír-. Lo que pasa es que será mucho más conveniente para todos que sigas un tiempo aquí. En mejores condiciones, por supuesto.
- ¡Pero si ya te dije que sólo vine a hablar por teléfono! -dijo María.

Él no supo cómo reaccionar ante la obsesión temible. Miró a Herculina. Ésta aprovechó la mirada para indicarle en su reloj de pulso que era tiempo de terminar la visita. María interceptó la señal, miró hacia atrás, y vio a Herculina en la tensión del asalto inminente. Entonces se aferró al cuello de su marido gritando como una verdadera loca. Él se la quitó de encima con tanto amor como pudo, y la dejó a merced de Herculina, que le saltó por la espalda. Sin darle tiempo para reaccionar le aplicó una llave con la mano izquierda, le pasó el otro brazo de hierro alrededor del cuello, y le gritó a Saturno el Mago:
- ¡Váyase!
Saturno huyó despavorido.
Sin embargo, el sábado siguiente, ya repuesto del espanto de la visita, volvió al sanatorio con el gato vestido igual que él: la malla roja y amarilla del gran leotardo, el sombrero de copa y una capa de vuelta y media que parecía para volar. Entró en la camioneta de feria hasta el patio del claustro, y allí hizo una función prodigiosa de casi tres horas que las reclusas gozaron desde los balcones, con gritos discordantes y ovaciones inoportunas. Estaban todas, menos María, que no sólo se negó a recibir a su marido, sino inclusive a verlo desde los balcones. Saturno se sintió herido de muerte.
- Es una reacción típica - lo consoló el director -. Ya pasará.
Pero no pasó nunca. Después de intentar muchas veces ver de nuevo a María, Saturno hizo lo imposible para que recibiera una carta, pero fue inútil. Cuatro veces la devolvió cerrada y sin comentarios. Saturno desistió, pero siguió dejando en la portería del hospital las raciones de cigarrillos, sin saber siquiera si llegaban a Marra, hasta que lo venció la realidad.
Nunca más se supo de él, salvo que volvió a casarse y regresó a su país. Antes de irse de Barcelona le dejó el gato medio muerto de hambre a una noviecita casual, que además se comprometió a seguir llevándole los cigarrillos a María. Pero también ella desapareció. Rosa Regás recordaba haberla visto en el Corte Inglés, hace unos doce años, con la cabeza rapada y el balandrán anaranjado de alguna secta oriental, y encinta a más no poder. Ella le contó que había seguido llevándole los cigarrillos a María, siempre que pudo, hasta un día en que sólo encontró los escombros del hospital, demolido como un mal recuerdo de aquellos tiempos ingratos. María le pareció muy lúcida la última vez que la vio, un poco pasada de peso y contenta con la paz del claustro. Ese día le llevó el gato, porque ya se le había acabado el dinero que Saturno le dejó para darle de comer.
FIN

EL POBRE Y EL RICO

El pobre y el rico
Hermanos Grimm

Murió una vez un pobre aldeano que fue a la puerta del Paraíso; al mismo tiempo murió un señor muy rico que subió también al cielo. Llegó San Pedro con sus llaves, abrió la puerta y mandó entrar al señor, pero sin duda no vio al aldeano, pues cerró y lo dejó afuera. Desde allá oyó la alegre recepción que le hacían al rico en el cielo, con músicas y cánticos.

Cuando quedó todo en silencio volvió por fin San Pedro y mandó entrar al pobre. Esperaba éste que volverían a continuar los cánticos y músicas, pero todo continuó en silencio. Lo recibieron con mucha alegría, los ángeles salieron a su encuentro, pero no cantó nadie.

Preguntó a San Pedro por qué no había música para él como para el rico, o si era que en el cielo reinaban las mismas diferencias que en la tierra.

—No –le contestó el santo– el mismo aprecio nos merecen uno que otro, y obtendrás la misma parte que el que acaba de entrar en las delicias del Paraíso; pero mira: pobretones así como tú llegan aquí a centenares todos los días, mientras que ricos como el que acabas de ver entrar apenas viene uno de siglo en siglo.

FIN

FUNCIONES DE LA LENGUA

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martes, 29 de julio de 2008

DILES QUE NO ME MATEN...

¡Diles que no me maten!
Juan Rulfo

-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.
-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.
-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por fusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
-No.
Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:
-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?
-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.
Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:
Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso: por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.
Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:
-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.
Y él contestó:
-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haya si me los mata.
"Y me mató un novillo.
"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.
"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.
"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:
"-Por ahí andan unos fuereños, Juvencio.
"Y yo echaba pa’l monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida. No fue un año ni dos. Fue toda la vida."

Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".
Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.
Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.
Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.
Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.
Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.
Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.
Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.
Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se lo diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.

Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.
Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.
Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.
Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:
-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.
Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.
-Mi coronel, aquí está el hombre.
Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
-¿Cuál hombre? -preguntaron.
-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.

-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.
-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.
-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:
-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:

-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.
"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.
"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca".
Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuanto dijo. Después ordenó:
-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates...!

-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.
-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.
En seguida la voz de allá adentro dijo:
-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.
Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.
Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.
-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les figurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

FIN